viernes, 13 de abril de 2007

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PODER POPULAR: ENSAYO I

La palabra radical, también tiene matices que
pueden ayudar a esclarecer cuál es la esencia de la democracia.
La democracia es políticamente radical.
Esto, según se comenta en nuestro tiempo,
debe decirse. La democracia es de izquierda.
Esta deducción también es obvia. Izquierda es una metáfora
política que proviene del lado en el cual se sentaban
los representantes del pueblo en la Asamblea Nacional Francesa de1789.
No significa nada más que “en el lado del pueblo”.
¿Cómo es posible que un demócrata esté en algún otro lado?... Pero no es necesariamente cierto
que estar en la izquierda implique ser demócrata.

C. D. Lummis.



I

SUBJETIVIDAD Y POLÍTICA:
DEL CONSENSO A LA VOLUNTAD POLÍTICA DE LA MULTITUD



…no existen sujetos puros del cambio;
siempre están sobredeterminados por las lógicas
existenciales. Esto implica que los sujetos
políticos siempre son, de una manera u otra, sujetos populares.
Y en las condiciones del capitalismo globalizado,
el espacio de esta sobredeterminación se amplía claramente.

E. Laclau.



En una época de desencanto en la política, la recuperación de nuevas formas, la pasión política desde los sujetos subordinados, es un hecho. Aquello que generan los medios creando una teledemocracia y su control sobre los sujetos está en riesgo por el desencadenamiento de la desterritorialización y el surgimiento de espacios lisos. Lo que ocurre, todo esto, debe ser abordado como parte de las reflexiones sobre el tejido fino del campo político y las posibilidades de transformación que hoy nacen en la reterritorialización que resitúa la política en la subjetividad como pasión y efecto ético, en la medida en que el mismo tejido social ha dejado de ser lo que era hace unos años. Para ello, se hace urgente replantear también la lógica de lo político en su reconfiguración democrática. ¿Qué se pone en juego en este replanteamiento? Entre otras cuestiones, las que iremos planteando en el curso de las páginas que siguen.


Otra idea de Estado:
entre lo efímero y lo permanente



¿Si la política no fuera más que un continente
cada vez más periclitado, sustituido por el
vértigo del terrorismo, de la toma de rehenes generalizada,
es decir, la figura misma del intercambio imposible?
¿Si toda esta mutación no dependiera, como creen algunos, de una manipulación de los sujetos y las opiniones, sino de una lógica sin sujeto en la que la opinión
se desvanecería en la fascinación? [...] ¿Y si todo ello no fuera entusiasmante, ni desesperante, sino fatal?

J. Baudrillard.


Es bueno siempre un paseo por las moralejas de la literatura y recordar lo que Chesterton dijera en El hombre que fue jueves: «una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada». El sabio despropósito de esta frase recae en la fuerza que ahora cobra vida ante los sucesos y cambios que vivimos. Con el quiebre de las representaciones de lo político, las democracias occidentales se van llenando de actores efímeros.
En términos clásicos se comprende por gobierno la expresión más o menos gentil (es decir, de la gente) de un ente público (res publicae), que además es centro civil de demandas discursivas comunes que articulan la legitimidad (de eso que Habermas llamara opinión pública). Dentro de la tradición cívico-republicana se entiende que el régimen de libertades se va configurando como un estado ideal de individuos deliberantes que, libremente asociados, encuentran consenso en la argumentación de sus diferencias. Apuntando siempre hacia un estado ideal de habla en la que sujetos parlantes denuncian sus intereses y configuran distintos mapas de alianza, disidencias y un sin fin de mediaciones.
El consenso no puede ser explicado fuera de esta esfera, pues supone el diálogo basado en la competencia comunicativa como acatamiento de normas y reglas de enunciados prescritos de suyo en el discurso (luego de una buena dosis de coerción). Esto significaría la existencia de un sujeto dialógico capaz de reconocerse en los enunciados, es decir, la prefiguración del proyecto griego: la ciudad como polis. Sin embargo, los cambios que presenciamos parecen apuntar en otra dirección.
Para Habermas, la legitimidad viene dada en términos de reconocimiento fáctico de pretensiones de validez criticable, producto de la interacción entre los sujetos hablantes y sus distintas valoraciones, así como del respeto a sus acciones. Sólo aquí son posibles las justificaciones susceptibles de generar consenso: «Se pone en cuestión una creencia de legitimidad en la medida en que justificaciones pierden plausibilidad entre los implicados. El desmoronamiento de la legitimidad significa escaseamiento del potencial justificativo y argumentativo disponible».1
De este modo, queda establecido que la legitimidad presupone, como principio moral, la existencia de un espacio civil de controversia mediado solamente por sus propios intereses autorregulados en el debate público, donde los implicados puedan identificar los conflictos en torno a los cuales sean posibles normas de acción y discursos con pretensión de validez. Es decir, sin el reconocimiento de las intenciones del otro como interlocutor legítimo, con competencias comunicativas iguales, capaz de acción y en ejercicio de sus actos de habla, no es posible el diálogo. Por lo tanto, se cierra el espacio de legitimación que valida desde la controversia y que funda legitimidades provisionales. En este sentido, los medios actúan como lazos permanentes en cuanto a redes de sentido de lo legítimo.
Ahora bien, a veces, ni los medios son capaces de mantener el lazo social. Por ejemplo, una sociedad que cuenta con un gobierno que, en nombre de una legitimidad transitoria y de una mayoría circunstancial producto de la coyuntura, impone medidas no consensuales, está socavando su propio soporte y se encuentra sumida en los linderos del fascismo, como puede apreciarse en el caso Estados Unidos y lo ocurrido en Venezuela en la década de los 90. O cuando un grupo o puñado de ciudadanos, en nombre del aparato del régimen de opinión, quiere imponer un régimen de derecho, surge un Estado policía que nace del espacio mediático y no de la voluntad de la multitud como cooperación subjetiva, del individuo social (Marx).
Luego, sólo la coerción permite imponer determinados intereses en forma de políticas y hacerlos generalizables al resto de la sociedad. Un modelo de este tipo es lo que algunos denominan sociedad cerrada. Estado alguacil en la etimología de la voz árabe y esto puede darse desde el Estado o desde los intereses privados que nacen en el sistema de propiedad mediático.
Cuando esto ocurre, el Estado policía que nace del espacio mediático o que interviene en él, cree que puede otorgarse mayor eficacia en la construcción artificial de legitimidad y consenso. Pero esto, paradójicamente, descalifica la naturaleza liberal del dispositivo mediático, y lo anula. El Estado soñado por los Robespierre de turno instalados en los medios, no comprende las zonas lisas que nacen y reterritorializan lo social, ni que la tiranía de la massmediatización de lo político quiebra y subvierte al propio orden mediático, cuando los actores sociales se hacen de sus propios discursos. Por ejemplo, los medios tiemblan a la hora de explicar el triunfo electoral de Hamas, en Palestina, o ante la cotidiana realidad de las forzadas migraciones “ilegales” que empujadas por la pobreza destrozan las fronteras de los imperios y son presentadas sin más, como invasiones bárbaras.2
El pensamiento totalitario de algunos actores político-mediáticos que siembran la intolerancia, nos recuerda al Maquiavelo que conversa en el infierno con Montesquieu, en el lúcido cuento de Maurice Joly: «convertiré a la policía en una institución tan vasta que en el corazón de mi reino más de la mitad de los hombres vigilará al resto y cada ciudadano será policía de su vecino».
Los funcionarios de la lógica de sentido de los imperativos sistémicos de la razón instrumental -y su modelo de simulación y opacidad-, son los voceros “autorizados” de la llamada globalización en sus pretensiones como movimiento atemporal e infinito, de lo que Luhmann llamaría las máquinas sistémicas productoras y reproductoras de los imperativos de conservación de la ficción y del mito de realidad del gobierno del capital. Es decir, de lo civil y su mitología como modelo de violencia simbólica límite, lo que niega al pueblo como pregunta y como acontecimiento.
De ahí la necesidad del pensamiento como malestar, como práctica intelectual del desacuerdo y la oposición persistente a la lógica instrumental. Entonces, se hace urgente recuperar al pensamiento como valor de uso del trabajo subjetivo y su aventura en el camino de la emancipación.
¿Lo mediático supone, de suyo, a la opinión pública como régimen? Habría que romper con este mito y permitir la entrada de lo social en su inacabada refundación, para llegar a acuerdos sobre asuntos comunes. Quizás se trate de revitalizar la opinión pública republicana políticamente activa como «principio activo y organización del estado liberal de derecho»3 y, sobre todo, como espacio de poder constituyente de una nueva socialidad.
Entre otras razones, porque la idea de soberanía popular, propia de esta tradición, asimila garantías constitucionales y da marco legal a la legitimidad, mientras que la suspensión de este presupuesto o su desplazamiento hacia otros espacios, supone una óptica patéticamente morbosa en el plano moral, tal cual ha ocurrido con las prácticas mediáticas más recientes. Y, porque con la sociedad civil reducida al espectáculo mediático y a la conciencia oportunista del sentido de actualidad, se pierde la forma-Estado y prende el autoritarismo mediático de la imagen pública como autoconciencia: es el momento del fascismo. Pues el fascismo es un devenir que surge e interviene en lo social, desde una mirada fetichizante, como una pasión latente en la política liberal, vista ésta como la puesta en práctica de una idea formal de la libertad que suspende la igualdad por la justicia en el proceso de abolición de las clases sociales, y que es representada en las élites.
La sátira conjetural de Orwell, después de más de 50 años, sigue mostrando ribetes alarmantes indudablemente parecidos a los perfiles políticos de nuestro mundo. En este caso, la mediática sustituye al Estado, convirtiéndose en el vocero auténtico de la sociedad idéntica a sí misma, en “la fuente inobjetable”. Es la paradoja lúgubre de un Estado mediático superpoderoso y corrupto hasta en el lenguaje, en el que incluso la mentira resulta imposible. No por irrelevante sino por totalizante. Y a esa figura llamada ciudadano, no le queda más participación que la ironía y el sentido del humor, ante la asfixiante cumbre del asco exhibido como actualidad.
Cuando el diálogo en el discurso político cede el paso al control de los medios, desaparece el ciudadano y no hay verdaderas prácticas de opinión. El consenso cede sin resistencias su lugar simbólico de expresión a la vox populi, a la voz del “soberano” legitimado por las prácticas mediáticas. Es bueno anotar ahora que los medios masivos y los partidos sólo controlan la opinión que producen, que, a veces, sus contenidos son absorbidos sin consecuencias por el tejido social espeso de las masas, o devueltos en forma invertida, y que la información nada controla: «a no ser el precario equilibrio del criterio de realidad».4
Pero lo cierto es que aquí y en otras partes del mundo, presenciamos una creciente desafiliación del pueblo de los rituales legitimadores del orden mediático. Esto significa extrañamiento y desconfianza a favor de expresiones arbitrarias y confusas. El desencantamiento weberiano ha tocado la legitimidad del medio y toda relación política con él queda reducida al éxtasis estático. El Estado se fractura, y su idea de justicia, así como la ley y el orden que procura, entra en una fase estática y transpolítica. Nadie dentro de sus consumidores clientes cree en los valores que difunden, pero apelan a ellos en el momento crítico. Por eso existe en reducidos sectores sociales una suerte de ofrenda total y de derroche de energía en la dirección de un medio-Estado que es negado en cada acto cotidiano por un sector cada vez más creciente de ciudadanos.5
Por lo demás, el proceso cultural va produciendo profundas diferenciaciones, cada vez más acusadas, entre las distintas esferas de legitimación discursiva y el proceso de descentramiento y desencanto penetra el tejido social en lo jurídico, lo político y lo cultural. Normas extrañas y nuevas expresividades toman cuerpo e invaden los discursos tradicionales. Nuevos grupos de referencia efímeros y puntuales, formas distintas de control y cantidad de situaciones coyunturales más dinámicas, se apoderan de los centros tradicionales y replantean las cosas. En estos casos, los imperativos sistémicos de conservación institucional hacen uso de los medios masivos para garantizar las orientaciones y las normas de actuación de los individuos, más allá del otro generalizado.
Cuando los imperativos sistémicos de conservación sustituyen a los mecanismos consensuales, la violencia es el límite: «Surgen entonces mecanismos de integración sistémica, subsistemas especializados que garanticen la legitimación, no ya mediante procesos dialógicos tendientes al consenso, sino mediante sistemas generalizados de premios y castigos»6. El clientelismo político es un buen ejemplo de la sustitución de los espacios de mediación tradicionales por el principio de premio-castigo. Así mismo, las tesis neoliberales sobre la democracia, que asumen lo político como un territorio del dulce comercio donde el mercado es un bien universal y único árbitro regulador de toda actividad, así como un centro de elaboración de los enunciados válidos para a la acción social.7
Esto comporta el desplazamiento de numerosos contingentes humanos que desde ahora vivirán en los márgenes del modelo mediático, pero a la vez el movimiento cada vez más acentuado de la lógica del mercado y el dinero por parte del aparato comunicacional: «El incremento de la complejidad sistémica, que también supone racionalización, marcha en sentido del monopolio de la acción social por el mercado, control de la acción social en virtud de medios como el poder político y el dinero, independientemente del diálogo»8. Con este movimiento se configuran grupos humanos autocomprensivos de su papel como élites, que asumen que son la sociedad, que son su única mediación posible y que el Estado es su lugar natural, por lo que, privatizado por la representación, no es lugar donde caben los ciudadanos.
De esta manera se crea un ejercicio político separado de lo social, que reconcilia régimen de opinión y régimen de derecho en un puñado de representantes que se abrogan, vía mediación mediática, actualidad y mayor eficiencia en la construcción artificial de legitimidad y consenso, creando un momento que a toda costa y por todos los medios debe prolongarse: la gobernabilidad. Suerte de estabilidad de la mediación legítima del mundo de los representantes.
El Estado separado de la sociedad es Estado de Derecho, igualdad de derechos, es decir, desclasamiento; portador legítimo del bien común, poder de mando, procesos estandarizados en la administración de la violencia legítima y aplanamiento de lo social a ese régimen de derecho que disemina las responsabilidades en un aparato anónimo, el cual responde a la lógica de la delegación y la representación. Ello implica que la sociedad de ese Estado es justa por sí misma, es decir, ajustada a derecho, a una lógica de sentido que somete la desigualdad de hecho a la igualdad de derecho9.
Ante este mito, nos parece necesario poner en juego una idea de sociedad plural que se aleje de la mediática y de la idea popperiana de la sociedad abierta, o sociedad de mercado. Una sociedad fundada en la diversidad, en la emergencia de la pluralidad y la alteridad, en el posicionamiento de corrientes sociales que disuelven el Estado volcándolo en lo social. Esto es, no en la mediática sino en la voluntad política de la multitud, trama constituyente de una forma de poder como potencia colectiva para que Estado, mercado y sociedad sean lugares permeables que extingan sus lógicas por y ante la mirada pública de la corresponsabilidad y el control social, no subordinada tampoco al dispositivo del medio y sus lógicas.
Esto supone, simplificando, otra idea de Estado en franca ruptura, por supuesto, con el estalinismo que pensaba el Estado como la síntesis de la sociedad, por lo que debía regular a la sociedad y al mercado. Se aleja también, mucho más, del liberalismo que asume al mercado y al individuo como centro formador del Estado y la sociedad. Pues, hasta ahora, siguiendo a T. Negri, el Estado ha sido el espacio normativo de naturalización y neutralización desde una red de leyes como metafísica de las formas jurídicas necesarias para mediar la violencia, que va de las contradicciones al antagonismo.10
El Estado del que hablamos es singularidad del trabajo y de la cooperación, agenciamiento colectivo de enunciación de la diferencia. Supone entonces, un espacio alternativo de construcción de una ciudadanía otra, partícipe activa en el Estado y sus instituciones, para que éstos sean lugares permeables por la mirada pública, espacios donde no haya distancia entre la potencia creadora de la multitud, por una parte, y los discursos institucionales y no institucionales, por otra, donde tenga lugar otra habla y si es preciso otra lengua como soporte de nuevas prácticas, incluso las mediáticas.
Todo ello implica la diferencia que construye la nueva hegemonía de la cultura constituyente, donde otra habla y otra lengua, lo sean de un Estado otro. ¿Tarea imposible? Bien valdría la pena, en términos estético-políticos, la apuesta ética, para seguir siendo fieles a una postura revolucionariamente realista, en los términos de aquel mayo francés del 68, aspirando a lo imposible.
Desde esta perspectiva, se apuesta a que lo político se refunde mediante referentes concebidos desde la nueva subjetividad del poder constituyente, que permitirían pensar la política, pensar el Estado y hasta pensar el mercado, desde lo social. Es decir, desde un cuerpo de problemas comunes a otra civilidad, cruzados por la necesidad democrática de la formación de una voluntad política que haga cuerpo en la cultura cívica como práctica cotidiana, como un nuevo arte de vivir.
Apostamos, así, a una comunidad plural que funde su inacabada construcción en postulados posnacionales de solidaridad y en soberanías nacionales distintas al estado nacional burgués. Tanto como a la construcción inacabada de una democracia sustentada en la diversidad y el disenso creador de nuevas formas de socialidad, desde una nueva generación de valores que haga coincidir principios y prácticas de la desobediencia civil extrajurídica, todos los días, lo que significa siempre nueva institucionalidad refundada una y otra vez.
Se trata de hacerse cargo, siguiendo a M. Téllez, de las irresolubles e irreductibles diferencias y tensiones que atraviesan la forma de vivir juntos y romper con la mitología de la comunidad idéntica a sí misma11. Porque la comunidad es alteridad, es nombrar y ejercer el desacuerdo. Lo que invita a escarbar en una idea de comunidad infundada, incompleta conflictiva, alterada, siempre otra; a urdir su polifonía, su excentricidad para poder leer lo posible y lo imposible, construyendo el devenir como reivindicación de la falta, como interrupción del mito asociado al pensamiento de lo Uno, a favor de la irreductible pluralidad.
«Comunidad sin comunidad», es un llamado a las multitudes múltiples para que sean ellas mismas las que se constituyan como el «pueblo que falta», en palabras deleuzianas, que está siempre por venir transformándose indefinidamente, desde su interior, inacabado, alterado, siempre otro. Para poder, entonces, pensar-hacer la democracia desde lo destruido y vuelto a construir, desde la lucha contra la exclusión y los innumerables espacios de abandono, contra la intolerancia y el no-reconocimiento, propios de la mirada y la manera de nombrar del modelo mediático dominante, que no es otra cosa que el silencio cómplice el modelo oficial de la comunidad ideal.
Por eso, la mediática más allá del medio, la mediática más allá del modelo actual de propiedad y distribución de las frecuencias y los mensajes. Esto supone devolver los medios a una ciudadanía radicalizada y reconstituida desde una ruptura con el pensamiento totalitario sobre la comunidad, a una ciudadanía que niega ser reducida a lo Uno, para la retexturización y repliegue de la mediática hacia lo cotidiano como alternativa, para el estímulo a la proliferación de formas mediáticas que sean, en sí mismas, espacio de recuperación por parte de la sociedad y formas de ejercicio de resistencia al régimen massmediático de visibilidad y enunciabilidad.
Nos referimos, pues, a un nuevo orden de visibilidad y enunciabilidad, donde la noticia sea aquello que libera del secuestro y forme parte de las condiciones que generan nuevas formas de socialidad fundadas en el protagonismo de la participación y en la posibilidad de una ciudadanía radicalizada en sus prácticas inclusivas. Una ciudadanía que se nombra a sí misma y presta atención a lo que nombra y al cómo lo hace, al cómo se construye y desconstruye en tanto que ciudadanía, al cómo borran, a veces, sus distancias, en la idea de democracia como juego de los consensos de las élites, en torno a sus intereses y el funcionamiento de los aparatos.
Sólo así construiremos una subjetividad política otra para la posibilidad de una opinión pública libre que, sobre la base del reconocimiento del otro y de lo otro, dirima sus diferencias, mientras se constituye y despliega de manera inacabada en el debate democrático. Respaldar y profundizar esta dirección investigativa permitirá una lectura compleja y transversal de distintos campos y procesos como la economía, la estética y la propia mediática, incluidos los procesos de constitución de la opinión pública y la formación de los consensos políticos transitorios en la materialización de la otra ciudadanía.
De hecho, hay una estética política, así como una economía del tráfico y de los intercambios simbólicos que dinamizan la mediática y exigen su estudio y comprensión desde los modos actuales de reconfiguración del espacio público político y la irrupción de nuevos sujetos que surgen a la luz de los cambios. Pensar la mediática no es un ejercicio gracioso e inocente, es una toma de partido. Es una actitud política que requiere de un sitio para su elaboración y el lugar escogido es el terreno de la multitud en el despliegue de su voluntad constituyente, es decir, la ética como política práctica:
  • Se trata… de poner de relieve un concepto democrático que reconduzca el poder hacia las subjetividades constituyentes en su dimensión constructiva y de apertura absoluta sin teleologías, en la afirmación de la expresión y reproducción creativa y libre de la vida misma en oposición de los poderes coactivos. No obstante, este planteamiento sugiere la formación de subjetividades capaces de producir espacios constitutivos singulares sin que ello suponga la adscripción a la tesis de la indeterminación absoluta, en la
    medida en que si bien, la indeterminación o inmanencia radical presente en la multiplicidad de sentidos u afectos, de espacios y tiempos son parte constitutiva de esta ontología terrestre, lo es también el impulso y la voluntad hacia la creación abierta de orden y sentido como parte a sí mismo autentica en la definición de lo humano, de nuestra manera de existir, de heredar, de transformar y de proyectarnos en el ser, de nuestras finitas historicidades. 12
Esto significa ir más allá del capital y sus lógicas, pues no se puede repensar lo social sino desintegrando el Estado, subsumiéndolo en el tejido social. Tampoco sin la liquidación de la lógica de la mercancía que reduce el intercambio a una sola forma: el mercado-consumo. Asimismo implica que el espacio fundacional de las formas jurídicas se desplaza hacia los actores sociales y va más allá del fetichismo jurídico de la igualdad y la libertad, incorporando las condiciones de pertinencia en cada caso y en cada práctica.
Una circunstancia así, puede volcar el estado de cosas a la arena de la construcción de una ciudadanía otra y a la profundización ecológica de la ética como ambiente cultural de la política en la construcción de la vida cotidiana, revirtiendo la lógica mediática y subsumiendo a ésta en el mundo de la vida del tejido social. Así, el resurgir de la política sería la densificación del ejercicio ciudadano en su radicalización, en su presencia en un proto-Estado-Comuna, haciendo nuestro el planteamiento de Lenin expuesto en Las tesis de abril. Sería un poder constituyente no Estado y sin embargo Estado.
Retomar y fundar esta apuesta es una titánica tarea, pues implica saltar la democracia vacía o democracia de los procedimientos hacia una democracia real, romper con el cinismo procedimental de la pragmática que entiende la democracia como práctica puramente burocrática. Sería la radicalización del discurso de lo político que debe tomar en cuenta los cambios en la naturaleza de la sociedad y el paso de la civilización de “la dominación” a la “sociedad del control”, adentrándose en el nuevo papel de las esferas de dominio en donde no será posible seguir afirmando a la democracia como un juego de representación de mayorías y minorías. Ya que las mayorías y las minorías, más que número, son modos y cualidad, prácticas, subjetividad, estilos de vida, es decir, espacios cualitativos, dimensiones sensibles de una potencia múltiple, no reductible al diagrama del biopoder.


La aporía del proceso constituyente: una nueva subjetividad política

Hay politización o eticización porque la indecibilidad
no es simplemente un momento para ser superado
por la aparición de la decisión. La indecibilidad sigue
habitando la decisión y esta última, no se cierra ante la primera.
La relación con el otro no se cierra en si misma, y esto es así porque hay historia y porque uno trata de actuar políticamente…

J. Derrida.

¿Hay sociedad civil donde hay acción directa? ¿Puede la sociedad civil hegeliana alterar el marco de representatividad? A nuestro juicio, no. Ella misma, la sociedad civil es, de suyo, representante, o en todo caso, los así asumidos, entienden el Estado como aparato de mediación de los conflictos y de conciliación por la vía que sea.
Quienes teorizan desde este nicho ideológico deben preguntarse si es posible y puede existir un espacio que represente lo que no se puede representar, lo irrepresentable, es decir, las multitudes extensivas en permanente reterritorialización, cuerpos del poder constituyente. Investigar, también, si un puñado de sujetos puede, desde el régimen de opinión dominante, tomar la palabra a partir de formas organizativas minúsculas y hasta precarias. ¿Desde qué legitimidad o poder delegado surge dicha representación?
Con estas interrogantes abrimos algunos elementos para el debate, agregando que así como la fábrica no es el reino de la riqueza y de la libertad, tampoco la sociedad del capital es el imperio de la ley bajo el régimen del derecho13. La cuestión aquí es si en un replanteamiento de la política, la democracia deja de ser asunto de mayorías y minorías. A nuestro juicio, no necesariamente, pero sí pasa a ser asunto de cualidad de la sustancia de la multitud y reconocimiento de su despliegue en prácticas.
Por ello, deja de ser expresión idéntica a la sociedad civil, pues sociedad civil es una categoría política que sugiere una instancia de decisión y poder, que no es el Estado y que, sin serlo, organiza e institucionaliza la opinión y las decisiones de los ciudadanos en su vida pública, en la conjunción régimen de opinión-régimen de derecho. Sin embargo, esta categoría ha servido y sirve a las formas democráticas del capitalismo avanzado, para su autocomprensión como Estado democrático de derecho que regula todas las funciones sociales, conforme al mito de la comunidad total y al Estado separado de la sociedad.
Esta representación da forma y legitimidad a lo que entienden por espacio social, e institucionaliza un comportamiento público específico, pues como sostiene T. Negri, en Anomalía Salvaje, la sociedad civil ignora el despotismo del Estado y su lógica de producción en el proceso mismo de sustracción y mitificación de las relaciones sociales. O, dicho de otro modo, la sociedad civil es ocultamiento de la lucha de clases y a la vez reificación del Estado liberal de derecho.
Por otra parte, la sociedad civil entiende al Estado burgués como estamento eterno (¡por supuesto que remozable!), hecho para la mediación, luego no es posible que alguien le desconozca apelando a la desobediencia. Pero la sociedad civil no entiende ni comparte el fin del Estado, quieren, eso sí, un Estado para sus fines. Por eso, la ignorancia de algunos paladines de ese desgastadísimo discurso y la llorantina permanente de sus funcionarios ante los cambios en curso, no hace más que el ridículo cuando llaman resistencia civil y desobediencia a prácticas que son expresión de la nostalgia por el Estado que desaparece.
La desobediencia, cuando es negación del Estado del capital en la reivindicación de la potencia constituyente de la multitud, responde a otra perspectiva. Aquí, ante este argumento, la civilidad de la sociedad civil oscurece y afantasma las contradicciones sociales fuertes y diluye a las clases, con todo y sus intereses, en el mundo de las opiniones correctamente canalizadas, confundiendo Estado de derecho con estado de opinión. Porque más allá de ellos, no hay posibilidad de nuevos actores que irrumpan en lo social.
Esto hace pensar a muchos que se trata de una sociedad aparte, formada por ciudadanos libres de compromiso y con poder. Sus opiniones reflejadas mayoritariamente en los medios sería la única fuerza válida para ser controladora del poder del Estado, es decir, lo civil sería un poder aparte y separado de lo social y, como tal, fuente de toda legitimidad. Los medios serían sus canales naturales para teledirigir al Estado y los intérpretes de sus deseos, por lo cual, medios y Estado serían una sola cosa y lo civil su forma de control.
Pero, volvamos a las preguntas ¿Qué pasa cuando la “horda”, la “anomalía salvaje”, “el accidente” de la gente en la calle, irrumpe trastocando lo instituido? Y a parte de la respuesta: los portadores de realidad del discurso político y los representantes de la sociedad civil desaparecen devorados por la fuerza del acontecimiento, pierden sus pasaportes e inmunidades y rompen su imaginario vínculo con la gente que no se deja “representar”. Derrida, en su libro Fuerza de Ley, sostiene que así como el derecho no es la justicia, aunque trabaja desde el mito de la justicia irreductible, inmutable y eterna, tampoco la representación es el objeto y el sujeto, aunque exprese el contrato y el mito del bien.
Además, la violencia actúa como fantasma articulador entre una y otra, entre derecho y justicia, como instaurador del principio mítico de autoridad, aunque no aparezca expresamente en el contrato social. Tal como la presentan Derrida y Benjamin, la violencia es subsunción real legible en las formas jurídicas y, por ello mismo, el momento constituyente interrumpe el derecho constituido para fundar otro en el suspenso de la revuelta cuando esta deviene en resistencia creadora, en poder constituyente.
Ese momento fundador es la revolución del régimen de derecho y también el fundamento de toda presencia de lo constituyente en la historia del derecho. Por eso, todo derecho es intrascendente ante la presencia del poder constituyente. De ahí que deconstruir el régimen de derecho es develar la violencia contenida en la regla que dictamina lo que hay que hablar y lo que hay que decidir dentro de un orden de lo calculable.
La resistencia de la multitud en su devenir poder constituyente, es el fantasma esencial que, como diría Benjamin «izquierdiza el derecho», es decir, lo descentra y lo decontruye, de modo tal que más allá de su lingüisticidad rompe toda certeza y hace de la justicia un acontecimiento, ya que la acción directa es una experiencia, una travesía, una forma de resistencia que obedece a otra lógica, a otro modelo discursivo y a otra forma de articulación de las prácticas-saberes. Entonces, la participación protagónica se hace por sí misma política y, como dijera Lenin, es y no es Estado.
Es, mientras lo disuelve y encauza la violencia de Estado, haciendo de ella una nueva legitimidad fuera del mito fundacional del régimen de derecho. Y no es, en tanto hay control directo corresponsable, protagónico y sin mediación, de una otra ciudadanía: la de la multitud plural. Por eso mismo, lo político desde allí constituido es otro modo cuyo despliegue se da en la dirección de líneas de fuga creadoras de otra formación o diagrama, que irrumpe y rompe con la lógica de lo, hasta hoy, instaurado como sustancia del derecho y de sus discursos. Es decir, otro imaginario de ciudadanía en donde cada quien es y no es Estado, entra y sale en cada práctica, y el mundo de la vida y la ciudadanía, en la medida en que se hacen potencia en acto, son Estado desde sus prácticas cotidianas. De manera que la representación queda reducida a un espacio controlable por la misma ciudadanía, donde no existe delegación absoluta de la soberanía y el poder constituyente permanece en manos de la fuente de su propia potencia.
¿Fenece el discurso de la sociedad civil al romperse el marco de representación mediática y de identidad entre la mediática y el Estado? ¿Se mantiene el principio de teatralidad de lo social, si los voceros oficiales de los medios sólo conservan una colección de enunciados indiferenciados sin interlocutor ni destinatario? Este es el debate y esta nuestra postura ético-política. Creemos que la discusión sobre la sociedad civil debe resituarse a partir de la deconstrucción de ese espacio de constitución autoritaria y de territorialización estriada de la ciudadanía idéntica a sí misma. La comunidad de intereses y toda la jerigonza que justifica la existencia del Estado burgués como realización final de la historia. La sociedad civil, así como está, desde donde los ciudadanos públicos logran su representación en el Estado mediático, no sirve a ninguna voluntad de cambio. Es, diría Vallejos, un arco iris que no anuncia esperanzas. Un espejismo y un señuelo.
De ahí, la apuesta por la distopía de las multitudes en el proceso constituyente de una nueva subjetividad política, ajena al biopoder, es interesante a la hora de abordar este tipo de crisis y explosiones. Dicho de otra manera, al situarnos en el corazón de las multitudes, desaparece el velo trágico del Estado separado del ciudadano, con lo cual nos colocamos en un momento como el que hoy vivimos, proponiendo y logrando algunas objetivaciones, además de archivar algunos conceptos poniéndolos en su sitio. Porque, entre otras cosas, nos dice del lugar de efectuación simbólica que le toca ocupar a los que se ubican en el grupo “mayoritario” de la así llamada, sociedad civil y de sus dirigentes, es decir, nos permite ver las profundidades subjetivas a las que responde la lógica del sentido del Estado del capital y la sociedad de mercado, las funciones articuladas a sus rituales, gestos, representaciones, valores, códigos, registros y lenguajes.
Mundos de la vida que reproducen el biopoder y que obedecen a las pasiones tristes del interés privado que no reconoce a la multitud de lo múltiple aunque la tenga en frente. Porque el mercado es el lugar donde se sedimentan los intereses básicos de lo civil y su funcionariado. La sociedad de lo constituido es la de lo civil como esfera de ciudadanos idénticos a sí mismos y de “la opinión pública responsable” de la comunidad afiliada a la máquina de los medios y sus operadores. Todos estos remilgos son algunos de los registros afectados por la acción directa de la subjetividad política del poder constituyente, de la multitud que deviene pueblo.
En los procesos de construcción de esta subjetividad política, ¿puede haber otra mediática? Ensayemos. Tendríamos que pensar que es posible una red de relaciones donde se permita el encuentro del discurso de la multitud y lo mediático subsumido en ella. Pero aclaremos, hablamos de lo mediático como dispositivo de los múltiples rostros de la multitud y de ésta mediáticamente hablando desde un discurso no mediático.
Así podría intentarse la difícil construcción de lo mediático como un agenciamiento colectivo de enunciación que rompe con el mito de la opinión pública como régimen consustancial a la mediática. Provocar, entonces, una torsión que supone otro dispositivo y otro modo de producción de subjetividad en su inacabada refundación, además de otros lugares para hacer práctica del desacuerdo político, como momento del devenir múltiple del pueblo. Por esto, repensar los mass media implica un ejercicio ético-político itinerante, un plan de consistencia que dé cuenta de sus máquinas abstractas, que resitúe sus estrategias y libere a la política y la subjetividad de la lógica massmediática.
Asimismo, supone inscribir los medios en otra lógica de reconocimiento de la ciudadanía radicalizada y reconstituida desde una ruptura con el pensamiento totalitario sobre la comunidad. Y hacer lugar a una ciudadanía que se niega a ser reducida a lo Uno, para poder retexturizar y replegar la mediática hacia lo cotidiano, hacia la proliferación de formas mediáticas que sean, en sí mismas, espacios de reinvención de una comunidad política otra. Una ciudadanía mutante desde una subjetividad migrante y nómada, una ciudadanía-movimiento que no tiene fronteras y que atiende al cómo la lógica del capital información-comunicación y sus dispositivos borran sus diferencias ontológicas fundadas en la singularidad; y que aprende a cómo guardar distancia de la idea de “democracia” como juego de los consensos de las élites en torno a sus intereses y al funcionamiento de los aparatos de control-Estado.
De lo que se trata, entonces, es de hacernos cargo del papel de los mass media en la construcción de una subjetividad política otra, liberada de la opinión pública consustancial a la noción de sociedad civil, a la que C. Marx en su novena tesis sobre Feuerbach, calificó como: «…un grupo, un fragmento aislado de la burguesía que pretende representar a la sociedad entera». En todo caso, lo que queremos decir se acerca a otro nosotros que, sobre la base del reconocimiento del otro y de lo otro, dirime democráticamente sus diferencias en la tensión del conflicto que cruza el proceso mismo de su construcción como pueblo y su campo de equivalencias, como irrupción que se hace sujeto político en la medida en que se fuga a la lógica del sentido hecha con la malla mercado-consumo-massmediática.

CITAS
1· J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico, Taurus, Barcelona, 1989, p. 297.
2· Al respecto, recomendamos sin reservas el libro de S. Mezzadra, Derecho de fuga, Tinta y Limón, Buenos Aires, 2005.
3· J. Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, G. Gili, Barcelona, 1981, p. 194.
4· J. Chater, La désir el cite, Gallimard, París, 1989, p. 128
5· Véase J. Baudrillard, Las estrategias fatales, Ariel, Barcelona, 1992, donde se reflexiona extensamente sobre este asunto.
6· N. Rabotnikof, Weber, desencanto político y democracia, Anagrama, Barcelona, 1991, p. 156.
7· "En muchos ambientes donde se discute el problema de la democracia se observa reiteradamente una marcada propensión a formalizar o universalizar los términos de la polémica, de modo tal que "democracia" deviene objeto "neutro" e inevitable... Esta candidez de concebir la democracia... sin una conexión constituyente con el poder, resulta un estadio de la conciencia definitivamente infecundo para dar cuenta del debate actual". R. Lanz, El malestar de la política, ULA, Mérida, 1994, p. 15.
8· E. Petrucini, Estado y soberanía, Amorrortu, Buenos Aires, 1990, p. 18.
9· T. Negri y M. Hardt, El Trabajo de Dionisios, Akal, Madrid, 2003.
10· Véase T. Negri, La forma-Estado, Akal, Madrid, 2003.
11· M. Téllez, "Reinventar la comunidad, interrumpir su mito", en X. Martínez y M. Téllez (compiladoras). Pliegues de la democracia, CIPOST, FACES-UCV/Tropykos, Caracas, 2001.
12· X. Martínez, "Repensar la democracia para seguir pensando la política", en X. Martínez (comp.), Paradojas de la política. CIPOST/Sentido, Caracas, 2000, pp. 203-204.
13· Véase al respecto, L. Bookchin, La utopía es posible, Akal, Madrid, 1999.

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