viernes, 13 de abril de 2007

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PRÓLOGO

PRÓLOGO
El contexto de la democracia radical en América Latina


Yo quisiera en esta breve intervención comenzar ubicando el contexto intelectual del cual surge la obra de Barreto, yo creo que si nosotros repensamos la historia intelectual del siglo XX vemos que esta historia comenzó con tres ilusiones de inmediatez, es decir, de acceso directo a las cosas y esas tres ilusiones fueron: el referente, el fenómeno y el signo, y dieron lugar a las tres grandes corrientes intelectuales constituidas por la filosofía analítica, por la fenomenología y por el estructuralismo.
Ahora bien, la historia de estas tres corrientes es remarcablemente similar porque en cierto momento esa ilusión de inmediatez se disuelve y nosotros tenemos que pasar de una a otra forma de mediación discursiva. Esto es lo que ocurre en la tradición analítica en las investigaciones filosóficas de Wittgenstein, a las cuales hace referencia Barreto en su libro. Esto es lo que ocurre en la fenomenología con la transición de Husserl a la analítica existencial de Heidegger y es finalmente lo que ocurre con la crítica postestructuralista del signo. Todas estas corrientes de una u otra manera están presentes y forman la perspectiva intelectual de este libro, pero quiero agregar a esto que esa historia a la que me he referido, sobre estas tres matrices, es también una historia interna de otras corrientes intelectuales de gran importancia en la formación teórica de Barreto, que es el Marxismo.
Porque también el Marxismo comenzó a principios del siglo XX como una corriente escencialista que afirmaba un núcleo, último, duro, de identidad clasista para constituir a los agentes sociales y, sin embargo, en cierto momento este núcleo duro comienza a desintegrarse y nosotros tenemos en la obra de Gramsci, que es una de las referentes constantes del pensamiento de Barreto, este momento de transición. Para Gramsci y los agentes sociales ya no son las clases sociales en el sentido fuerte del término, sino lo que él llama voluntades colectivas, y esas voluntades colectivas son el resultado de la articulación de una pluralidad de posiciones de sujetos, y esta es entonces la primera perspectiva que encontramos en la obra de Barreto, él afirma el carácter discursivo que lo suscita.
Este carácter discursivo desde luego no significa que nos estemos refiriendo tan sólo a la lengua o a la escritura, es decir, a lo que normalmente se llama lo lingüístico, sino que se refiere a todos los términos de significación y como toda práctica social es una práctica significativa. Esto quiere decir que los espacios sociales se constituyen esencialmente con espacios discursivos, y esta es la dimensión semiótica que ustedes encuentran claramente presente en este libro. Toda su perspectiva se define alrededor de una u otra de las grandes corrientes semióticas de nuestros tiempos y la perspectiva en ese sentido es esencialmente discursiva.
En segundo lugar, hay una extensión mediática que es la que constituye el left motive fundamental de esta obra. Así, Barreto afirma que la mediática es un dispositivo maquínico que aglutina en el cinismo a toda la lógica de sentido de la civilización actual, lógica de mercado, razón instrumental y criterio de actualidad, dentro una flecha de tiempos espaciales y energéticas precisas que creen no lugares de existencia imaginarios y formaciones con itinerarios nómadas, que están claramente presente en la influencia de Deleuze; que actúan en los instantes infinitos del tiempo y prescinden de las espacialidades física y motoras construyendo o deshaciendo legitimidades. Es decir, asistimos a las últimas instancias comprensivas entre el espacio y el tiempo en función del cuerpo en la agonía.
Esta perspectiva semiótica, en mi opinión, que informa la obra de Barreto, ha dependido de dos importantes desarrollos en el estudio de los procesos significativos. El primero es la reformulación del modelo lingüístico de Saussure, que todavía está muy ligada a la sustancia específica, la sustancia fónica y la sustancia conceptual. La forma en que esta perspectiva es reformulada en las Escuelas de Praga y Copenhague, en las cuales se llega a un estructuralismo lingüístico esencialmente formalista, es decir, que no está directamente ligada a una materia precisa, y en ese sentido, lo lingüístico deja de ser algo relacionado con la lengua en el sentido estrecho del término y pasa a ser una lógica de lo racional que abre una multitud de posibilidades. La semiótica contemporánea, especialmente la forma en que la semiología se desarrolló en Francia en los años 60 y 70 hubiera sido imposible sin este desarrollo de la teoría lingüística. Y este desarrollo es el que creo que está a la base de varios de los movimientos teóricos que conforman la obra de Barreto. El otro desarrollo importante que está más bien implícito en la obra que explícito, es el desarrollo de la retórica. La retórica tradicionalmente era concebida como un adorno del leguaje, hoy día nosotros vemos que los procesos figurales, es decir, la sustitución que está a la base de todo movimiento morfológico es constitutivo de la significación como tal.
En el análisis de Barreto, si bien quizás implícitamente, el elemento semiológico está más desarrollado, pero es también ligado a la retórica a lo que se ha llamado retoricidad, es la dimensión retórica de la significación como tal. Finalmente hay un tercer elemento, una tercera dimensión que se liga a la constitución de la subjetividad política, ésta es un área sumamente controversial en la teoría política contemporánea, todo el mundo percibe que la vieja noción de clase social, como el eje fundamental de la subjetividad política, es algo que no funciona pero ¿Con qué esta perspectiva va a ser remplazada? Es algo que ha dado lugar a numerosos debates, especialmente entre la noción de pueblo que varios autores, yo incluido, y Barreto también, consideran central y a una perspectiva diferente tal como ustedes encuentran en la obra de Toni Negri, Michael Hart, que insiste, por el contrario, en la categoría de multitud.
Déjenme en primer lugar citar otro aspecto del libro de Barreto en el cual él liga la subjetividad política al desarrollo de la lógicas equivalenciales, así dice: “La política así pensada se arroja fuera de toda metafísica de la reconciliación y se coloca al interior de la vida, pasando a ser su condición generativa, este es el sentido de la política como articulación de la equivalencia en una voluntad colectiva, de esta esfera de sentido surgen las representaciones del cemento orgánico unificador de un bloque histórico”, cita de Gramcsi. A este interior todo objeto se constituye en objeto de discurso, quede claro que no estamos hablando de la materialidad o de antagonismo o de un puñado de contradicciones surgidas de un solo punto, diferencia, inestabilidad y abnegación puede producir distintos devenires antagónicos y las cadenas de equivalencia también pueden ser radicalmente distintas unas de otras afectando las identidades, creando derivas y perturbando la locución de la política como espacio unificador. Es decir, si ustedes piensan en la noción de subjetividad política que animaba el marxismo clásico, ustedes ven que el marxismo clásico se fundamentaba en una teoría de la homogenización creciente de lo social. Era una tesis central del marxismo clásico que abría una simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo porque las leyes de los movimientos capitalistas conducían a la desaparición de la clase media, el campesinado y a la formación de un proletariado homogéneo de modo que el último conflicto fundamental de la historia sería la oposición entre una masa proletaria y el poder burgués. Evidentemente la historia no ha avanzado en este sentido, es una heterogeneidad cada vez más profunda y visible que la constitución de las identidades colectivas y el momento político de la articulación, de esta manera pasa a ser absolutamente central.
Les voy a leer otra última cita de Barreto: “El pueblo no es un objeto puro del cambio, es la equivalencia política no identidad metafísica, por eso el secreto de la política consiste en construir subjetividades políticas, el romper con la homogenización social del gobierno del capital pues la política no es determinismo, tiene mucha irresistencia, liberación de prácticas que resisten al gobierno del capital globalizado, es un acto de construcción y una voluntad de poder en el sentido dicho”, es decir, que los que nos encontramos es con un desplazamiento del determinismo económico hacia lo político como momento de articulación, y es aquí donde se presenta la divergencia central con la categoría de multitud tal como lo ha planteado Negri y Hart, ellos ven con claridad que hay una heterogeinización creciente de las luchas sociales, ellos ven que ya no se puede hablar de la clase obrera, en el sentido clásico, como un todo unificado, pero esta heterogeinización del espacio político, que es en lo que se basa la noción de multitud, no está acompañada de una lógica de la articulación, ya nadie piensa hoy en día en la forma partido como la única forma de articulación política, hay formas mucho más sutiles de construir esta articulación como ejemplo la que se da en los foros de Porto Alegre y en el Movimiento por la Alterglobalización pero de todos modos este momento de articulación política, es lo que la noción de multitud no captura, y es por el contrario, en lo que se basa la concepción de pueblo, que tanto Barreto como yo defendemos.
Con esto se ha querido dar simplemente un panorama general de alguno de los temas centrales y de la perspectiva teórica y contextual que forman la vida de este volumen, que es una obra excelente, de largo alcance y que recomiendo a todo el mundo leer, muchas gracias.


Ernesto Laclau
13·Noviembre·2006, en el Bautizo del Libro “Crítica de la Razón Mediática”,
realizado en la Casa de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos CELARG

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PREÁMBULO

(Conferencia)
El ejercicio del poder popular en la singular encrucijada política de Venezuela
A modo de Preámbulo


Estamos llamados a asumir el momento que vivimos como el momento de ofensiva revolucionaria, una ofensiva que debe materializarse en la construcción de una política organizativa concreta con la cual se impulse, sin ambigüedades, un viraje definitivo hacia la izquierda. Se trata del momento político en que, como lo ha dicho el presidente Chávez nos jugamos hasta la propia vida. Así lo asumimos, porque está de por medio la suerte del proyecto revolucionario que no es otra que la de este pueblo del que somos parte.
En este viraje, resulta imprescindible tener claridad sobre los núcleos vitales del debate, que no son otros que aquellos que tienen que ver con la naturaleza del poder y las formas de concreción del poder popular. Porque si no tenemos clara la visión estratégica del poder, es fácil caer en fatales errores políticos tales como el dogmatismo, el estatismo y las prácticas oportunistas, o hasta en conductas y acciones antagónicas al comportamiento revolucionario. Errores que, sin duda, también tienen que ver con formas de entender el mundo, nuestras relaciones con él, con los otros y con nosotros mismos, y particularmente con las formas de pensarlas, decirlas y sentirlas.
Por ejemplo, cuando creemos que las cosas sólo se pueden dar de una sola manera, de un modo sucesivo, primero esto y después aquello. O cuando estamos convencidos de que los lenguajes y las cosas que nombramos son sucesivos.
Así que para incorporarnos con éxito al debate, uno de los puntos centrales de nuestra reflexión, tiene que tomar en cuenta al lenguaje y los engramas lógicos que utilizamos para construir el pensamiento, por ejemplo: es el carácter sucesivo y, a la vez, simultáneo del lenguaje y, en consecuencia, la simultaneidad de lo que nombramos y hacemos con el lenguaje. El lenguaje es parte de la vida que es simultánea. Lo que en ella ocurre y nos ocurre siempre tiene la marca de la simultaneidad. Por ende, el lenguaje es multiplicidad, los lenguajes son multiplicidad de multiplicidades comprimidas y están íntimamente relacionados con una concepción del mundo y de nuestras acciones en él, así como nuestras prácticas también son discursos que articulan el lenguaje.
Solemos perder de vista lo múltiple y su movimiento simultáneo y muchas veces asumimos concepciones en las cuales se supone que el proceso revolucionario avanza por etapas o fases sucesivas y lineales. Pero resulta que eso que llamamos “etapas” son creaciones humanas. Cuando leemos a Lenin en Las tesis de abril, podemos constatar que él hacía frente a unos compañeros que actuaban bajo la tesis de que las condiciones objetivas no eran favorables. Lenin actuaba respondiéndoles que en el capitalismo tales condiciones sí estaban de suyo, dadas para hacer posible una revolución, que hacía falta, más que condiciones objetivas, el papel de la voluntad política hecha acción.
Lenin se refería fundamentalmente a que el capitalismo produce la miseria y la explotación del trabajo, de manera tal que las condiciones a ser creadas eran las subjetivas, porque las objetivas están presentes. Destaca Lenin, que es la voluntad política la que construye el escenario y no al revés. De modo que las condiciones objetivas y las subjetivas devienen en un mismo movimiento: la voluntad política materializada en acción revolucionaria como simultaneidad de la multiplicidad de las prácticas.
Es de vital importancia tener presente este planteamiento de Lenin, cuando hablemos del socialismo del siglo XXI. Este es el debate, un punto de inflexión que cruza el deseo revolucionario, crea el acontecimiento, y la gente lo ha asumido así. Este debate está intrínsecamente relacionado con el impulso social de nuestras prácticas, tiene que ver con el ejercicio del poder popular, con la democracia revolucionaria, que se construye día a día; con los consejos comunales y los saberes que allí se generan colectivamente.
Para poder apreciar las implicaciones prácticas del debate, voy a partir de un instante-acontecimiento expresado en un hecho que ocurrió en días pasados y se convirtió en noticia: Un grupo de personas indignadas, con razón, por el asesinato de un joven en un módulo policial de “La Silsa”, se fue hasta este módulo y lo quemó. Los medios hicieron fiesta: y yo me he preguntado: ¿Dónde estaban los partidos, los Consejos Comunales, o cualquier otra expresión organizada de lo que llamamos el poder popular? ¿Dónde estaba el Jefe Civil, dónde estaban las instituciones municipales, metropolitanas, o regionales? ¿Dónde estaban, en fin, las fuerzas populares organizadas para que eso que pasó no ocurriera de ese modo y esa indignación se hubiese canalizado de otro modo?
Parto de este hecho porque todavía me pregunto: Bueno, ¿Y los concejales, los jefes civiles, los líderes populares, las organizaciones populares, los consejos parroquiales, los consejos comunales, aún no tienen la capacidad organizativa y el liderazgo? ¿Es que todavía no alcanzamos en la práctica el imaginario que tenemos sobre el movimiento popular, porque nuestra organización es aún demasiado precaria y que nuestro liderazgo es muy débil para ponernos al frente, a riesgo de todo, de situaciones como la señalada? ¿Para hacer que la indignación tome otros cauces no destructivos, más creadores? ¿Qué pasa en el terreno social cuando las instituciones son rebasadas por situaciones que simplemente nos llevan por delante y por grupos que son capaces de sacar ventajas, con razón o sin ella?
En todo caso, ¿qué pasó y qué pasa con nosotros? Ante un hecho como el señalado, me hubiese gustado que nuestros líderes locales hubiesen sido los que capitanearan la acción para que ella no se hubiera expresado en la quema del módulo, o no solamente en eso. Una acción que no tiene voceros, que no tiene rostros, que no tiene sentido político. Sean quienes hayan sido lo que tomaron esta iniciativa, lo cierto es que tuvieron éxito porque, en última instancia, aunque su objetivo fuera precario y se disolviera en sí mismo, lo lograron como un objetivo inmediatista y destructivo, un objetivo sin articulación con organización del poder creador del pueblo, sin intervención de ninguna organización popular y, lo peor, sin continuidad.
¿Será esto una expresión del poder constituyente, o un mecanismo disolvente de ese poder? Yo espero que este episodio y otros similares que a diario ocurren en la textura microfísica de lo social, nos puedan hacer reflexionar sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza del debate que estamos llevando a cabo aquí, porque de repente estamos dando este debate aquí mientras en la calle se desencadenan instantes-acontecimientos que apuntan en otra dirección.
Podría estar ocurriendo que nosotros estemos viviendo un momento político-discursivo y los sectores populares marchen conectados en otra sintonía. Entonces, para que todo este debate político sea efectivo deber cruzar lo real-concreto, tiene que pasar por la disyuntiva de asumir el momento crítico y saber de qué crisis estamos hablando. Es decir, debe pasar por el análisis concreto de la situación concreta, pues de otro modo quedamos atrapados en puras entelequias metafísicas. Estamos hablando en general de problemas que se entroncan con la fuerza de los cambios que estamos viviendo, asumiendo que desde el devenir caótico podemos aprender, y de allí la necesidad de reflexiones que nos permitan situarnos en el escenario actual para derivar propuestas y acciones orientadas a la transformación del Estado que tenemos, de manera que los cambios sean auténticamente revolucionarios. O, para decirlo de otra manera, que signifiquen la transformación radical de las actuales relaciones sociales.
Situándonos en la crisis, es pertinente observar que existen varios tipos de crisis. Se puede hablar de crisis terminal, de crisis transicional o de crisis disyuntiva. Yo creo que en este momento estamos en un cruce de caminos. Y, así como los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989 abrieron una etapa, lo que se reconoce por todos y todas. Hoy nos situamos en ese cruce de caminos que habla de fragilidades en una situación altamente volátil, una situación en la cual si, como revolucionarios, no somos capaces de erigir una vanguardia capaz de construir una hegemonía, simplemente podemos perder esta oportunidad histórica.
¿Por qué digo esto? Porque venimos de un proceso caracterizado por la dislocación institucional y por la deslegitimación de nuestras instituciones. Algo que explica el hecho de que, por ejemplo, cualquier señora, no importa que haya entregado sus papelitos de petición a ministros, alcaldes y gobernadores, no quiera perder la oportunidad de entregarle directamente su papelito a Chávez. Pues más allá de cualquier figura institucional, la banda identitaria se cierra alrededor del líder del proceso. Porque este líder es la única institucionalidad sólida generada y reconocida por el pueblo venezolano, en momentos en que hemos dado al traste con la valoración legitimadora de las instituciones de la cuarta república pero aún no hemos podido liquidarlas. Más allá del esfuerzo de la Misiones, absorbidas positivamente por el pueblo y su constante devenir popular expresado en cuantiosos logros concretos y de alto impacto social, la institucionalidad de la cuarta república sobrevive como lógica, dificultando el salto cualitativo hacia la construcción de una nueva estructura transformadora, provocando un vacío de legitimación.
Eso se llama deslegitimación institucional, teniendo presente que las instituciones así como pueden ser legítimas también pueden ser ilegítimas. Vamos a decirlo de otra manera. Nosotros hemos dado al traste con la carga de valoración simbólica de las instituciones de la cuarta república, pero seguimos viviendo con ellas en una relación acomodaticia, a falta de la construcción de una nueva institucionalidad más sólida y consistente con el proceso de revolución que hemos desatado. Entonces, pasa que, independientemente del oportunismo de grupos políticos, el ciudadano común no se siente identificado con las prácticas institucionales.
En situaciones así, surgen personajes conceptuales que ocupan el imaginario político y desde los cuales se articulan los sujetos sociales: Cristo y el Ché Guevara, por ejemplo, y aquí Chávez, son la condensación discursiva, el metarrelato del deseo articulado políticamente. Hoy, para el pueblo de Venezuela, sólo Chávez escapa al desencantamiento y es así como el poder constituido se mantiene, gracias a que se sigue votando por Chávez y se cree en Chávez. Y eso es conveniente, pues evita la caída, el desmoronamiento institucional de todos nosotros, los que estamos en este proceso ejerciendo funciones en las instituciones estatales y somos víctimas de la deslegitimación institucional generalizada, producto de una estructura heredada que se obstina en reproducirse más allá del constante esfuerzo que hemos hecho por combatirla y abolirla. Y como la capacidad de mediación con relación a los conflictos y a la solución de los problemas reales de la gente, desde las instituciones, es muy reducida, la gente siente que éstas no son sus espacios ni que los funcionarios son sus voceros legítimos para la articulación satisfactoria de sus demandas.
Lo que quisiera remarcar luego de lo dicho es que en esta crisis de legitimidad, estamos ante una disyuntiva que ya Trotsky planteaba de la siguiente manera: «O el poder constituyente es permanente o se produce la inminente institucionalización burocrática del proceso revolucionario, es decir, su confiscación y su disolución por parte del Estado burgués». Ésta es la disyuntiva fundamental que el Presidente Chávez ha reconocido y ha planteado.
En correspondencia con lo expuesto, vale la pena traer a colación algunos planteamientos de Ernesto Laclau, quien en una reciente conferencia sobre la construcción de hegemonía y el papel del líder individual, sostuvo que el líder individual significa el nombre, la nomenclatura, que mantiene la unidad del objeto. Podemos aseverar, en este sentido, que el objeto de la Revolución Venezolana tiene un nombre: Chávez; que a través de ese nombre se tejen las identidades y ocurre un proceso de construcción hegemónica de un sujeto: El Pueblo. Un despliegue de engramas de significados tejido en prácticas existenciales. El nombre del líder en una situación altamente institucionalizada, es secundario, pero en un escenario de crisis es la barda, el significante amo, porque el liderazgo es por sí mismo lo único reconocido como legítimo por el pueblo. Es su condición fundante. Es diferente cuando en una sociedad las instituciones son legítimas, porque en ellas la gente no sabe ni cuál es el nombre del Alcalde, pero recurre a las instituciones porque se identifica con ellas más allá del nombre del líder. Eso significa que tenemos que tener conciencia de la importancia de Chávez como momento de articulación del sujeto popular, ojalá por mucho tiempo.
Yo creo que uno de los asuntos del proceso revolucionario es aquel que el Presidente señala constantemente, retomando a Gramsci: «el punto crítico», el espacio-tiempo configurado entre aquello que no termina de morir y aquello que no termina de nacer. Por ello: terminamos de matar a las instituciones existentes y hacemos posible que nazca otra cosa, o las instituciones existentes se reestructuran y fortalecen en su misma lógica engullendo la revolución para seguir perdurando.
Las instituciones son una lógica en la que circulan y funcionan creencias, mentalizaciones y prácticas que se consolidan. Las instituciones crean sus propias formas de reproducción, tienen maneras de sobrevivir y son capaces de perseverar en una larga agonía de muerte. Fíjense, a pesar de la Revolución Francesa, todavía hay Monarquías en el mundo, de modo que no es fácil destruir lo instituido y mucho menos construir una nueva institucionalidad.
Por eso, por la necesidad de articular los imaginarios a un líder-institución, es que Laclau dice que toda revolución en su primera fase es populista. El populismo no es intrínsecamente ni bueno ni malo: «Los que asocian el populismo con la demagogia o con la turba son los mismos que quieren reducir lo político a lo meramente administrativo; los que quieren reemplazar un gobierno plural por un gobierno de tecnócratas», sostiene este pensador. El populismo es un momento de gran auge de masas y expresión continua de los sectores populares que, al aglutinarse alrededor del líder avanza en la conquista de los derechos que le habían sido negados por el poder constituido.
Se trata del momento del líder, del momento en el todo el aparato institucional de una sociedad se está desintegrando y tiene que reconstruirse a partir de la fuerza dada por la legitimidad del líder. Pero de ese momento se pasa o al poder constituyente del pueblo o a la burocratización institucional del liderazgo. Por ejemplo, si visualizamos el caso del Peronismo en Argentina, veremos que Perón llegó a ser un gran líder, pero no logró articular nuevas instituciones que llevaran al pueblo (“los descamisados”) a ejercer formas reales y articuladas de ejercicio del poder constituyente. O, más recientemente, el caso de Lucio Gutiérrez, en el Ecuador, donde una gran movilización indígena y popular lo coloca en la presidencia, para que él luego mediatizara las aspiraciones populares, pactando con los sectores oligárquicos y transnacionales.
Entonces, ¿Por qué se supone que estamos en una nueva etapa del proceso?: Porque, o de verdad rompemos con las instituciones de la vieja República y construimos un nuevo Estado, o ese viejo Estado se recompone, se regenera su lógica nos aplasta y volvemos a lo mismo, independientemente de los que dirijan el aparato del Estado. No hay revolución verdadera si no se rompe con el Estado, con la corrupción, con la burocracia y con el modo de producción capitalista en todas las esferas de la vida social. No hay revolución verdadera sin el ejercicio permanente del Poder Constituyente del pueblo. Este poder es disolvente y constituyente.
Esta tensión que existe entre el poder constituido, que es representativo, y la posibilidad de una nueva relación de poder, es la que nos estamos jugando. Es la muerte de este proceso o la posibilidad de que sea un proceso realmente revolucionario. Cuando hablamos de Poder Constituyente y de consejos comunales, estamos hablando de un doble movimiento, de la posibilidad de articular un significante material (los consejos comunales) que encarne la potencia del poder constituyente. Potencia que resitua lo político y acelera el tiempo social. Rompiendo con la congelación conservadora del tiempo institucional.
Sabemos que ha existido una brecha histórica entre el Estado y los ciudadanos y ciudadanas. Hay desconfianza entre el ciudadano funcionario que se siente Estado en cualquier instancia, dimensión o capacidad, y el ciudadano que no se siente Estado. Es la misma desconfianza que existe entre quien se siente parte del movimiento popular, cuando va a hablar con quien se supone que es representante de ese ciudadano ante el Estado. La paradoja actúa como que si el Estado fuera distinto a mí y yo tengo que lograr una alianza con él. Esto es producto del extrañamiento y la separación que engendra la forma Estado en el capitalismo. Y ocurre porque el Estado que hasta ahora hemos reproducido es una reedificación del Estado burgués, el Estado de los privilegios y de la exclusión. Entonces, es un Estado que actúa en correspondencia con sus propios intereses, como que si el Estado tuviese intereses distintos y separados de la sociedad. Y uno oye a compatriotas hablando de “políticas de Estado” y de “intereses de Estado”, separándose de la fuente originaria del poder constituyente que es el pueblo, asumiéndose subsumidos a una lógica.
Esa es una contradicción en la que la fuerza constituyente se desgasta. Por ello, o activamos el poder constituyente de la potencia generadora, o si no, tendremos un Estado burgués con sentimiento de culpa y, en el mejor de los casos, una sociedad más justa (¿capitalismo con rostro humano?) y “un Estado del Bienestar”. Pero yo no creo sólo en una sociedad más justa por sí misma. No, porque me sitúo del lado de los que creemos en la libertad y la emancipación. Nosotros no somos tecnócratas, no aspiramos a manejar un léxico corporativo vaciado de pasión revolucionaria, sino que queremos arrancar de raíz al viejo Estado.
En esa perspectiva el Consejo Comunal podría ser la síntesis que resuelve la fuerza impugnadora del movimiento social vs. la fuerza racionalizadora y organizadora (Weber) de la institución. De la lucha que se produce entre estas dos fuerzas, puede surgir algo nuevo: Los Consejos Comunales, en términos de Lenin: «Todo otro poder».
Porque hay que actuar siempre apelando al poder originario que es el poder constituyente. No se trata del reconocimiento clientelar por parte del Estado, porque entonces el movimiento popular queda subsumido a la lógica estatal y sin ruptura se des-sincroniza el movimiento, con lo cual los movimientos sociales terminarían sirviendo para establecer una relación parasitaria con el Estado. El poder comunal debe ser capaz de ejercerse sobre la sociedad, disolviendo las instituciones estatales constituidas. Asumiéndose autónomamente como autogobierno.
Ese es el papel que tenemos que jugar nosotros, porque el Estado existente es la forma jurídica del tiempo de la explotación. Es el Estado del capital, es el poder de la fuerza articuladora alrededor de un discurso que se opone al ejercicio real del poder de los ciudadanos y las ciudadanas. Es, en fin, un conjunto de concesiones y prácticas que hay que desmontar. Así como la lógica estatista de las instituciones es perversa, la lógica política de partido pensado como aparato instrumental del poder, también lo es. No es posible des-estatizar sin des-partidizar. Mientras existan círculos que privaticen o confisquen las decisiones que deben ser colectivas y se apropien de aparatos del Estado, poco podremos avanzar en la construcción de un tipo de sociedad que no sea estatista y partidista.
Chávez lo ha entendido y ha encendido cinco motores. En esta nueva orientación hemos de advertir la existencia de tiempos múltiples, si comprendemos que con sus torsiones cada vez más acentuadas hacia la izquierda del espectro político. Chávez le imprime aceleración al tiempo social restituyendo lo político en lo social, lo que imprime fuerza a la posibilidad de que, en un momento de fractura como el que vivimos, avancemos hacia una sociedad socialista. Ello implica, como lo ha reiterado el Presidente, que no podemos mantenernos en el mismo lugar, sino que, por el contrario es vital la activación permanente de un poder que se tiene que hacer cada vez más poderoso: el poder constituyente.
Por eso cada uno debe ser capaz de convertirse en motor popular. Éste no es un debate cualquiera: O avanzamos hacia el socialismo o corremos el riesgo de perder el impulso y convertirnos en fuerza inercial y así, hacerse parte de unos cambios para que el Estado siga siendo más de lo mismo. Es el momento de estar firmemente unidos, de entender la naturaleza del momento político y la naturaleza de la tarea. ¿Cuál es la tarea?: Desmontar el viejo Estado.
Nosotros tenemos la ventaja de tener el debate avanzado, pero no se ha traducido en materialidad de prácticas. La voluntad política no se negocia ni se transfiere. Debemos reflexionar desde una ética política de la voluntad y dar respuestas a preguntas tales como: ¿Qué hemos construido? ¿Dónde está el movimiento de lo múltiple que ha desatado su fuerza de la propia potencia de cada quien? ¿Hasta que punto el nivel de articulación con los consejos comunales es más o menos precario, o más o menos consistente?
Es necesario entonces un plan de trabajo que nos permita concretar, en la medida en que abrimos el debate profundo en las comunidades sobre la reforma constitucional, la Ley Habilitante, la reforma de la Ley de los Consejo Comunales, el socialismo del siglo XXI, para que eso a su vez se convierta en un germen político y potenciar la fuerza constituyente, el paralelaje de los consejos comunales organizados, de la juventud organizada, de los trabajadores en un proletariado conciente, de toda expresión de organización del pueblo y, así, decir que hemos impulsado la articulación social y comunal para que, ahora, esa sociedad organizada y articulada demande un nuevo Estado.
De eso se trata. Estamos en un espacio protagónico para hacerlo, que es Caracas. Y estoy seguro que ello requiere más voluntad humana que dinero. Yo creo que debemos ser proactivos en el sentido del proceso de construcción del socialismo. Ya tenemos unas coordenadas trazadas por el Presidente y sobre esa base tenemos que ponernos de acuerdo, poner la acción por delante, activar la voluntad política, lanzarnos a la calle, trabajando con la gente, en función de los objetivos planteados.
Es decir, que nos comprometamos en la posibilidad de tensar los límites y ajustar lo que estamos haciendo para saltar esos límites, para no recaer de modo burocrático sobre lo que hemos hecho. O, en otro sentido, para no contentarnos con ver como espectadores pasivos lo que el Presidente va exponiendo, sino para acompañarlo.
Hay que discutir, hay que trabajar, hay que formarse. No debemos perder la iniciativa política y mucho menos la calle. Tenemos que volver sobre el trabajo de base y materializar con los colectivos un plan de trabajo ético-político que abarque lo más próximo en función de concretar una estrategia revolucionaria que tenga al socialismo como horizonte, actuar de manera que seamos capaces de acabar con la vieja institucionalidad y avanzar en la construcción del Estado comunal, germen del socialismo.
Por esta razón, los textos que aquí se presentan son una invitación para el debate tejido desde el lugar de la pasión revolucionaria.

PATRIA, SOCIALISMO O MUERTE
¡Venceremos!



Juan Barreto Cipriani

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PODER POPULAR: ENSAYO I

La palabra radical, también tiene matices que
pueden ayudar a esclarecer cuál es la esencia de la democracia.
La democracia es políticamente radical.
Esto, según se comenta en nuestro tiempo,
debe decirse. La democracia es de izquierda.
Esta deducción también es obvia. Izquierda es una metáfora
política que proviene del lado en el cual se sentaban
los representantes del pueblo en la Asamblea Nacional Francesa de1789.
No significa nada más que “en el lado del pueblo”.
¿Cómo es posible que un demócrata esté en algún otro lado?... Pero no es necesariamente cierto
que estar en la izquierda implique ser demócrata.

C. D. Lummis.



I

SUBJETIVIDAD Y POLÍTICA:
DEL CONSENSO A LA VOLUNTAD POLÍTICA DE LA MULTITUD



…no existen sujetos puros del cambio;
siempre están sobredeterminados por las lógicas
existenciales. Esto implica que los sujetos
políticos siempre son, de una manera u otra, sujetos populares.
Y en las condiciones del capitalismo globalizado,
el espacio de esta sobredeterminación se amplía claramente.

E. Laclau.



En una época de desencanto en la política, la recuperación de nuevas formas, la pasión política desde los sujetos subordinados, es un hecho. Aquello que generan los medios creando una teledemocracia y su control sobre los sujetos está en riesgo por el desencadenamiento de la desterritorialización y el surgimiento de espacios lisos. Lo que ocurre, todo esto, debe ser abordado como parte de las reflexiones sobre el tejido fino del campo político y las posibilidades de transformación que hoy nacen en la reterritorialización que resitúa la política en la subjetividad como pasión y efecto ético, en la medida en que el mismo tejido social ha dejado de ser lo que era hace unos años. Para ello, se hace urgente replantear también la lógica de lo político en su reconfiguración democrática. ¿Qué se pone en juego en este replanteamiento? Entre otras cuestiones, las que iremos planteando en el curso de las páginas que siguen.


Otra idea de Estado:
entre lo efímero y lo permanente



¿Si la política no fuera más que un continente
cada vez más periclitado, sustituido por el
vértigo del terrorismo, de la toma de rehenes generalizada,
es decir, la figura misma del intercambio imposible?
¿Si toda esta mutación no dependiera, como creen algunos, de una manipulación de los sujetos y las opiniones, sino de una lógica sin sujeto en la que la opinión
se desvanecería en la fascinación? [...] ¿Y si todo ello no fuera entusiasmante, ni desesperante, sino fatal?

J. Baudrillard.


Es bueno siempre un paseo por las moralejas de la literatura y recordar lo que Chesterton dijera en El hombre que fue jueves: «una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada». El sabio despropósito de esta frase recae en la fuerza que ahora cobra vida ante los sucesos y cambios que vivimos. Con el quiebre de las representaciones de lo político, las democracias occidentales se van llenando de actores efímeros.
En términos clásicos se comprende por gobierno la expresión más o menos gentil (es decir, de la gente) de un ente público (res publicae), que además es centro civil de demandas discursivas comunes que articulan la legitimidad (de eso que Habermas llamara opinión pública). Dentro de la tradición cívico-republicana se entiende que el régimen de libertades se va configurando como un estado ideal de individuos deliberantes que, libremente asociados, encuentran consenso en la argumentación de sus diferencias. Apuntando siempre hacia un estado ideal de habla en la que sujetos parlantes denuncian sus intereses y configuran distintos mapas de alianza, disidencias y un sin fin de mediaciones.
El consenso no puede ser explicado fuera de esta esfera, pues supone el diálogo basado en la competencia comunicativa como acatamiento de normas y reglas de enunciados prescritos de suyo en el discurso (luego de una buena dosis de coerción). Esto significaría la existencia de un sujeto dialógico capaz de reconocerse en los enunciados, es decir, la prefiguración del proyecto griego: la ciudad como polis. Sin embargo, los cambios que presenciamos parecen apuntar en otra dirección.
Para Habermas, la legitimidad viene dada en términos de reconocimiento fáctico de pretensiones de validez criticable, producto de la interacción entre los sujetos hablantes y sus distintas valoraciones, así como del respeto a sus acciones. Sólo aquí son posibles las justificaciones susceptibles de generar consenso: «Se pone en cuestión una creencia de legitimidad en la medida en que justificaciones pierden plausibilidad entre los implicados. El desmoronamiento de la legitimidad significa escaseamiento del potencial justificativo y argumentativo disponible».1
De este modo, queda establecido que la legitimidad presupone, como principio moral, la existencia de un espacio civil de controversia mediado solamente por sus propios intereses autorregulados en el debate público, donde los implicados puedan identificar los conflictos en torno a los cuales sean posibles normas de acción y discursos con pretensión de validez. Es decir, sin el reconocimiento de las intenciones del otro como interlocutor legítimo, con competencias comunicativas iguales, capaz de acción y en ejercicio de sus actos de habla, no es posible el diálogo. Por lo tanto, se cierra el espacio de legitimación que valida desde la controversia y que funda legitimidades provisionales. En este sentido, los medios actúan como lazos permanentes en cuanto a redes de sentido de lo legítimo.
Ahora bien, a veces, ni los medios son capaces de mantener el lazo social. Por ejemplo, una sociedad que cuenta con un gobierno que, en nombre de una legitimidad transitoria y de una mayoría circunstancial producto de la coyuntura, impone medidas no consensuales, está socavando su propio soporte y se encuentra sumida en los linderos del fascismo, como puede apreciarse en el caso Estados Unidos y lo ocurrido en Venezuela en la década de los 90. O cuando un grupo o puñado de ciudadanos, en nombre del aparato del régimen de opinión, quiere imponer un régimen de derecho, surge un Estado policía que nace del espacio mediático y no de la voluntad de la multitud como cooperación subjetiva, del individuo social (Marx).
Luego, sólo la coerción permite imponer determinados intereses en forma de políticas y hacerlos generalizables al resto de la sociedad. Un modelo de este tipo es lo que algunos denominan sociedad cerrada. Estado alguacil en la etimología de la voz árabe y esto puede darse desde el Estado o desde los intereses privados que nacen en el sistema de propiedad mediático.
Cuando esto ocurre, el Estado policía que nace del espacio mediático o que interviene en él, cree que puede otorgarse mayor eficacia en la construcción artificial de legitimidad y consenso. Pero esto, paradójicamente, descalifica la naturaleza liberal del dispositivo mediático, y lo anula. El Estado soñado por los Robespierre de turno instalados en los medios, no comprende las zonas lisas que nacen y reterritorializan lo social, ni que la tiranía de la massmediatización de lo político quiebra y subvierte al propio orden mediático, cuando los actores sociales se hacen de sus propios discursos. Por ejemplo, los medios tiemblan a la hora de explicar el triunfo electoral de Hamas, en Palestina, o ante la cotidiana realidad de las forzadas migraciones “ilegales” que empujadas por la pobreza destrozan las fronteras de los imperios y son presentadas sin más, como invasiones bárbaras.2
El pensamiento totalitario de algunos actores político-mediáticos que siembran la intolerancia, nos recuerda al Maquiavelo que conversa en el infierno con Montesquieu, en el lúcido cuento de Maurice Joly: «convertiré a la policía en una institución tan vasta que en el corazón de mi reino más de la mitad de los hombres vigilará al resto y cada ciudadano será policía de su vecino».
Los funcionarios de la lógica de sentido de los imperativos sistémicos de la razón instrumental -y su modelo de simulación y opacidad-, son los voceros “autorizados” de la llamada globalización en sus pretensiones como movimiento atemporal e infinito, de lo que Luhmann llamaría las máquinas sistémicas productoras y reproductoras de los imperativos de conservación de la ficción y del mito de realidad del gobierno del capital. Es decir, de lo civil y su mitología como modelo de violencia simbólica límite, lo que niega al pueblo como pregunta y como acontecimiento.
De ahí la necesidad del pensamiento como malestar, como práctica intelectual del desacuerdo y la oposición persistente a la lógica instrumental. Entonces, se hace urgente recuperar al pensamiento como valor de uso del trabajo subjetivo y su aventura en el camino de la emancipación.
¿Lo mediático supone, de suyo, a la opinión pública como régimen? Habría que romper con este mito y permitir la entrada de lo social en su inacabada refundación, para llegar a acuerdos sobre asuntos comunes. Quizás se trate de revitalizar la opinión pública republicana políticamente activa como «principio activo y organización del estado liberal de derecho»3 y, sobre todo, como espacio de poder constituyente de una nueva socialidad.
Entre otras razones, porque la idea de soberanía popular, propia de esta tradición, asimila garantías constitucionales y da marco legal a la legitimidad, mientras que la suspensión de este presupuesto o su desplazamiento hacia otros espacios, supone una óptica patéticamente morbosa en el plano moral, tal cual ha ocurrido con las prácticas mediáticas más recientes. Y, porque con la sociedad civil reducida al espectáculo mediático y a la conciencia oportunista del sentido de actualidad, se pierde la forma-Estado y prende el autoritarismo mediático de la imagen pública como autoconciencia: es el momento del fascismo. Pues el fascismo es un devenir que surge e interviene en lo social, desde una mirada fetichizante, como una pasión latente en la política liberal, vista ésta como la puesta en práctica de una idea formal de la libertad que suspende la igualdad por la justicia en el proceso de abolición de las clases sociales, y que es representada en las élites.
La sátira conjetural de Orwell, después de más de 50 años, sigue mostrando ribetes alarmantes indudablemente parecidos a los perfiles políticos de nuestro mundo. En este caso, la mediática sustituye al Estado, convirtiéndose en el vocero auténtico de la sociedad idéntica a sí misma, en “la fuente inobjetable”. Es la paradoja lúgubre de un Estado mediático superpoderoso y corrupto hasta en el lenguaje, en el que incluso la mentira resulta imposible. No por irrelevante sino por totalizante. Y a esa figura llamada ciudadano, no le queda más participación que la ironía y el sentido del humor, ante la asfixiante cumbre del asco exhibido como actualidad.
Cuando el diálogo en el discurso político cede el paso al control de los medios, desaparece el ciudadano y no hay verdaderas prácticas de opinión. El consenso cede sin resistencias su lugar simbólico de expresión a la vox populi, a la voz del “soberano” legitimado por las prácticas mediáticas. Es bueno anotar ahora que los medios masivos y los partidos sólo controlan la opinión que producen, que, a veces, sus contenidos son absorbidos sin consecuencias por el tejido social espeso de las masas, o devueltos en forma invertida, y que la información nada controla: «a no ser el precario equilibrio del criterio de realidad».4
Pero lo cierto es que aquí y en otras partes del mundo, presenciamos una creciente desafiliación del pueblo de los rituales legitimadores del orden mediático. Esto significa extrañamiento y desconfianza a favor de expresiones arbitrarias y confusas. El desencantamiento weberiano ha tocado la legitimidad del medio y toda relación política con él queda reducida al éxtasis estático. El Estado se fractura, y su idea de justicia, así como la ley y el orden que procura, entra en una fase estática y transpolítica. Nadie dentro de sus consumidores clientes cree en los valores que difunden, pero apelan a ellos en el momento crítico. Por eso existe en reducidos sectores sociales una suerte de ofrenda total y de derroche de energía en la dirección de un medio-Estado que es negado en cada acto cotidiano por un sector cada vez más creciente de ciudadanos.5
Por lo demás, el proceso cultural va produciendo profundas diferenciaciones, cada vez más acusadas, entre las distintas esferas de legitimación discursiva y el proceso de descentramiento y desencanto penetra el tejido social en lo jurídico, lo político y lo cultural. Normas extrañas y nuevas expresividades toman cuerpo e invaden los discursos tradicionales. Nuevos grupos de referencia efímeros y puntuales, formas distintas de control y cantidad de situaciones coyunturales más dinámicas, se apoderan de los centros tradicionales y replantean las cosas. En estos casos, los imperativos sistémicos de conservación institucional hacen uso de los medios masivos para garantizar las orientaciones y las normas de actuación de los individuos, más allá del otro generalizado.
Cuando los imperativos sistémicos de conservación sustituyen a los mecanismos consensuales, la violencia es el límite: «Surgen entonces mecanismos de integración sistémica, subsistemas especializados que garanticen la legitimación, no ya mediante procesos dialógicos tendientes al consenso, sino mediante sistemas generalizados de premios y castigos»6. El clientelismo político es un buen ejemplo de la sustitución de los espacios de mediación tradicionales por el principio de premio-castigo. Así mismo, las tesis neoliberales sobre la democracia, que asumen lo político como un territorio del dulce comercio donde el mercado es un bien universal y único árbitro regulador de toda actividad, así como un centro de elaboración de los enunciados válidos para a la acción social.7
Esto comporta el desplazamiento de numerosos contingentes humanos que desde ahora vivirán en los márgenes del modelo mediático, pero a la vez el movimiento cada vez más acentuado de la lógica del mercado y el dinero por parte del aparato comunicacional: «El incremento de la complejidad sistémica, que también supone racionalización, marcha en sentido del monopolio de la acción social por el mercado, control de la acción social en virtud de medios como el poder político y el dinero, independientemente del diálogo»8. Con este movimiento se configuran grupos humanos autocomprensivos de su papel como élites, que asumen que son la sociedad, que son su única mediación posible y que el Estado es su lugar natural, por lo que, privatizado por la representación, no es lugar donde caben los ciudadanos.
De esta manera se crea un ejercicio político separado de lo social, que reconcilia régimen de opinión y régimen de derecho en un puñado de representantes que se abrogan, vía mediación mediática, actualidad y mayor eficiencia en la construcción artificial de legitimidad y consenso, creando un momento que a toda costa y por todos los medios debe prolongarse: la gobernabilidad. Suerte de estabilidad de la mediación legítima del mundo de los representantes.
El Estado separado de la sociedad es Estado de Derecho, igualdad de derechos, es decir, desclasamiento; portador legítimo del bien común, poder de mando, procesos estandarizados en la administración de la violencia legítima y aplanamiento de lo social a ese régimen de derecho que disemina las responsabilidades en un aparato anónimo, el cual responde a la lógica de la delegación y la representación. Ello implica que la sociedad de ese Estado es justa por sí misma, es decir, ajustada a derecho, a una lógica de sentido que somete la desigualdad de hecho a la igualdad de derecho9.
Ante este mito, nos parece necesario poner en juego una idea de sociedad plural que se aleje de la mediática y de la idea popperiana de la sociedad abierta, o sociedad de mercado. Una sociedad fundada en la diversidad, en la emergencia de la pluralidad y la alteridad, en el posicionamiento de corrientes sociales que disuelven el Estado volcándolo en lo social. Esto es, no en la mediática sino en la voluntad política de la multitud, trama constituyente de una forma de poder como potencia colectiva para que Estado, mercado y sociedad sean lugares permeables que extingan sus lógicas por y ante la mirada pública de la corresponsabilidad y el control social, no subordinada tampoco al dispositivo del medio y sus lógicas.
Esto supone, simplificando, otra idea de Estado en franca ruptura, por supuesto, con el estalinismo que pensaba el Estado como la síntesis de la sociedad, por lo que debía regular a la sociedad y al mercado. Se aleja también, mucho más, del liberalismo que asume al mercado y al individuo como centro formador del Estado y la sociedad. Pues, hasta ahora, siguiendo a T. Negri, el Estado ha sido el espacio normativo de naturalización y neutralización desde una red de leyes como metafísica de las formas jurídicas necesarias para mediar la violencia, que va de las contradicciones al antagonismo.10
El Estado del que hablamos es singularidad del trabajo y de la cooperación, agenciamiento colectivo de enunciación de la diferencia. Supone entonces, un espacio alternativo de construcción de una ciudadanía otra, partícipe activa en el Estado y sus instituciones, para que éstos sean lugares permeables por la mirada pública, espacios donde no haya distancia entre la potencia creadora de la multitud, por una parte, y los discursos institucionales y no institucionales, por otra, donde tenga lugar otra habla y si es preciso otra lengua como soporte de nuevas prácticas, incluso las mediáticas.
Todo ello implica la diferencia que construye la nueva hegemonía de la cultura constituyente, donde otra habla y otra lengua, lo sean de un Estado otro. ¿Tarea imposible? Bien valdría la pena, en términos estético-políticos, la apuesta ética, para seguir siendo fieles a una postura revolucionariamente realista, en los términos de aquel mayo francés del 68, aspirando a lo imposible.
Desde esta perspectiva, se apuesta a que lo político se refunde mediante referentes concebidos desde la nueva subjetividad del poder constituyente, que permitirían pensar la política, pensar el Estado y hasta pensar el mercado, desde lo social. Es decir, desde un cuerpo de problemas comunes a otra civilidad, cruzados por la necesidad democrática de la formación de una voluntad política que haga cuerpo en la cultura cívica como práctica cotidiana, como un nuevo arte de vivir.
Apostamos, así, a una comunidad plural que funde su inacabada construcción en postulados posnacionales de solidaridad y en soberanías nacionales distintas al estado nacional burgués. Tanto como a la construcción inacabada de una democracia sustentada en la diversidad y el disenso creador de nuevas formas de socialidad, desde una nueva generación de valores que haga coincidir principios y prácticas de la desobediencia civil extrajurídica, todos los días, lo que significa siempre nueva institucionalidad refundada una y otra vez.
Se trata de hacerse cargo, siguiendo a M. Téllez, de las irresolubles e irreductibles diferencias y tensiones que atraviesan la forma de vivir juntos y romper con la mitología de la comunidad idéntica a sí misma11. Porque la comunidad es alteridad, es nombrar y ejercer el desacuerdo. Lo que invita a escarbar en una idea de comunidad infundada, incompleta conflictiva, alterada, siempre otra; a urdir su polifonía, su excentricidad para poder leer lo posible y lo imposible, construyendo el devenir como reivindicación de la falta, como interrupción del mito asociado al pensamiento de lo Uno, a favor de la irreductible pluralidad.
«Comunidad sin comunidad», es un llamado a las multitudes múltiples para que sean ellas mismas las que se constituyan como el «pueblo que falta», en palabras deleuzianas, que está siempre por venir transformándose indefinidamente, desde su interior, inacabado, alterado, siempre otro. Para poder, entonces, pensar-hacer la democracia desde lo destruido y vuelto a construir, desde la lucha contra la exclusión y los innumerables espacios de abandono, contra la intolerancia y el no-reconocimiento, propios de la mirada y la manera de nombrar del modelo mediático dominante, que no es otra cosa que el silencio cómplice el modelo oficial de la comunidad ideal.
Por eso, la mediática más allá del medio, la mediática más allá del modelo actual de propiedad y distribución de las frecuencias y los mensajes. Esto supone devolver los medios a una ciudadanía radicalizada y reconstituida desde una ruptura con el pensamiento totalitario sobre la comunidad, a una ciudadanía que niega ser reducida a lo Uno, para la retexturización y repliegue de la mediática hacia lo cotidiano como alternativa, para el estímulo a la proliferación de formas mediáticas que sean, en sí mismas, espacio de recuperación por parte de la sociedad y formas de ejercicio de resistencia al régimen massmediático de visibilidad y enunciabilidad.
Nos referimos, pues, a un nuevo orden de visibilidad y enunciabilidad, donde la noticia sea aquello que libera del secuestro y forme parte de las condiciones que generan nuevas formas de socialidad fundadas en el protagonismo de la participación y en la posibilidad de una ciudadanía radicalizada en sus prácticas inclusivas. Una ciudadanía que se nombra a sí misma y presta atención a lo que nombra y al cómo lo hace, al cómo se construye y desconstruye en tanto que ciudadanía, al cómo borran, a veces, sus distancias, en la idea de democracia como juego de los consensos de las élites, en torno a sus intereses y el funcionamiento de los aparatos.
Sólo así construiremos una subjetividad política otra para la posibilidad de una opinión pública libre que, sobre la base del reconocimiento del otro y de lo otro, dirima sus diferencias, mientras se constituye y despliega de manera inacabada en el debate democrático. Respaldar y profundizar esta dirección investigativa permitirá una lectura compleja y transversal de distintos campos y procesos como la economía, la estética y la propia mediática, incluidos los procesos de constitución de la opinión pública y la formación de los consensos políticos transitorios en la materialización de la otra ciudadanía.
De hecho, hay una estética política, así como una economía del tráfico y de los intercambios simbólicos que dinamizan la mediática y exigen su estudio y comprensión desde los modos actuales de reconfiguración del espacio público político y la irrupción de nuevos sujetos que surgen a la luz de los cambios. Pensar la mediática no es un ejercicio gracioso e inocente, es una toma de partido. Es una actitud política que requiere de un sitio para su elaboración y el lugar escogido es el terreno de la multitud en el despliegue de su voluntad constituyente, es decir, la ética como política práctica:
  • Se trata… de poner de relieve un concepto democrático que reconduzca el poder hacia las subjetividades constituyentes en su dimensión constructiva y de apertura absoluta sin teleologías, en la afirmación de la expresión y reproducción creativa y libre de la vida misma en oposición de los poderes coactivos. No obstante, este planteamiento sugiere la formación de subjetividades capaces de producir espacios constitutivos singulares sin que ello suponga la adscripción a la tesis de la indeterminación absoluta, en la
    medida en que si bien, la indeterminación o inmanencia radical presente en la multiplicidad de sentidos u afectos, de espacios y tiempos son parte constitutiva de esta ontología terrestre, lo es también el impulso y la voluntad hacia la creación abierta de orden y sentido como parte a sí mismo autentica en la definición de lo humano, de nuestra manera de existir, de heredar, de transformar y de proyectarnos en el ser, de nuestras finitas historicidades. 12
Esto significa ir más allá del capital y sus lógicas, pues no se puede repensar lo social sino desintegrando el Estado, subsumiéndolo en el tejido social. Tampoco sin la liquidación de la lógica de la mercancía que reduce el intercambio a una sola forma: el mercado-consumo. Asimismo implica que el espacio fundacional de las formas jurídicas se desplaza hacia los actores sociales y va más allá del fetichismo jurídico de la igualdad y la libertad, incorporando las condiciones de pertinencia en cada caso y en cada práctica.
Una circunstancia así, puede volcar el estado de cosas a la arena de la construcción de una ciudadanía otra y a la profundización ecológica de la ética como ambiente cultural de la política en la construcción de la vida cotidiana, revirtiendo la lógica mediática y subsumiendo a ésta en el mundo de la vida del tejido social. Así, el resurgir de la política sería la densificación del ejercicio ciudadano en su radicalización, en su presencia en un proto-Estado-Comuna, haciendo nuestro el planteamiento de Lenin expuesto en Las tesis de abril. Sería un poder constituyente no Estado y sin embargo Estado.
Retomar y fundar esta apuesta es una titánica tarea, pues implica saltar la democracia vacía o democracia de los procedimientos hacia una democracia real, romper con el cinismo procedimental de la pragmática que entiende la democracia como práctica puramente burocrática. Sería la radicalización del discurso de lo político que debe tomar en cuenta los cambios en la naturaleza de la sociedad y el paso de la civilización de “la dominación” a la “sociedad del control”, adentrándose en el nuevo papel de las esferas de dominio en donde no será posible seguir afirmando a la democracia como un juego de representación de mayorías y minorías. Ya que las mayorías y las minorías, más que número, son modos y cualidad, prácticas, subjetividad, estilos de vida, es decir, espacios cualitativos, dimensiones sensibles de una potencia múltiple, no reductible al diagrama del biopoder.


La aporía del proceso constituyente: una nueva subjetividad política

Hay politización o eticización porque la indecibilidad
no es simplemente un momento para ser superado
por la aparición de la decisión. La indecibilidad sigue
habitando la decisión y esta última, no se cierra ante la primera.
La relación con el otro no se cierra en si misma, y esto es así porque hay historia y porque uno trata de actuar políticamente…

J. Derrida.

¿Hay sociedad civil donde hay acción directa? ¿Puede la sociedad civil hegeliana alterar el marco de representatividad? A nuestro juicio, no. Ella misma, la sociedad civil es, de suyo, representante, o en todo caso, los así asumidos, entienden el Estado como aparato de mediación de los conflictos y de conciliación por la vía que sea.
Quienes teorizan desde este nicho ideológico deben preguntarse si es posible y puede existir un espacio que represente lo que no se puede representar, lo irrepresentable, es decir, las multitudes extensivas en permanente reterritorialización, cuerpos del poder constituyente. Investigar, también, si un puñado de sujetos puede, desde el régimen de opinión dominante, tomar la palabra a partir de formas organizativas minúsculas y hasta precarias. ¿Desde qué legitimidad o poder delegado surge dicha representación?
Con estas interrogantes abrimos algunos elementos para el debate, agregando que así como la fábrica no es el reino de la riqueza y de la libertad, tampoco la sociedad del capital es el imperio de la ley bajo el régimen del derecho13. La cuestión aquí es si en un replanteamiento de la política, la democracia deja de ser asunto de mayorías y minorías. A nuestro juicio, no necesariamente, pero sí pasa a ser asunto de cualidad de la sustancia de la multitud y reconocimiento de su despliegue en prácticas.
Por ello, deja de ser expresión idéntica a la sociedad civil, pues sociedad civil es una categoría política que sugiere una instancia de decisión y poder, que no es el Estado y que, sin serlo, organiza e institucionaliza la opinión y las decisiones de los ciudadanos en su vida pública, en la conjunción régimen de opinión-régimen de derecho. Sin embargo, esta categoría ha servido y sirve a las formas democráticas del capitalismo avanzado, para su autocomprensión como Estado democrático de derecho que regula todas las funciones sociales, conforme al mito de la comunidad total y al Estado separado de la sociedad.
Esta representación da forma y legitimidad a lo que entienden por espacio social, e institucionaliza un comportamiento público específico, pues como sostiene T. Negri, en Anomalía Salvaje, la sociedad civil ignora el despotismo del Estado y su lógica de producción en el proceso mismo de sustracción y mitificación de las relaciones sociales. O, dicho de otro modo, la sociedad civil es ocultamiento de la lucha de clases y a la vez reificación del Estado liberal de derecho.
Por otra parte, la sociedad civil entiende al Estado burgués como estamento eterno (¡por supuesto que remozable!), hecho para la mediación, luego no es posible que alguien le desconozca apelando a la desobediencia. Pero la sociedad civil no entiende ni comparte el fin del Estado, quieren, eso sí, un Estado para sus fines. Por eso, la ignorancia de algunos paladines de ese desgastadísimo discurso y la llorantina permanente de sus funcionarios ante los cambios en curso, no hace más que el ridículo cuando llaman resistencia civil y desobediencia a prácticas que son expresión de la nostalgia por el Estado que desaparece.
La desobediencia, cuando es negación del Estado del capital en la reivindicación de la potencia constituyente de la multitud, responde a otra perspectiva. Aquí, ante este argumento, la civilidad de la sociedad civil oscurece y afantasma las contradicciones sociales fuertes y diluye a las clases, con todo y sus intereses, en el mundo de las opiniones correctamente canalizadas, confundiendo Estado de derecho con estado de opinión. Porque más allá de ellos, no hay posibilidad de nuevos actores que irrumpan en lo social.
Esto hace pensar a muchos que se trata de una sociedad aparte, formada por ciudadanos libres de compromiso y con poder. Sus opiniones reflejadas mayoritariamente en los medios sería la única fuerza válida para ser controladora del poder del Estado, es decir, lo civil sería un poder aparte y separado de lo social y, como tal, fuente de toda legitimidad. Los medios serían sus canales naturales para teledirigir al Estado y los intérpretes de sus deseos, por lo cual, medios y Estado serían una sola cosa y lo civil su forma de control.
Pero, volvamos a las preguntas ¿Qué pasa cuando la “horda”, la “anomalía salvaje”, “el accidente” de la gente en la calle, irrumpe trastocando lo instituido? Y a parte de la respuesta: los portadores de realidad del discurso político y los representantes de la sociedad civil desaparecen devorados por la fuerza del acontecimiento, pierden sus pasaportes e inmunidades y rompen su imaginario vínculo con la gente que no se deja “representar”. Derrida, en su libro Fuerza de Ley, sostiene que así como el derecho no es la justicia, aunque trabaja desde el mito de la justicia irreductible, inmutable y eterna, tampoco la representación es el objeto y el sujeto, aunque exprese el contrato y el mito del bien.
Además, la violencia actúa como fantasma articulador entre una y otra, entre derecho y justicia, como instaurador del principio mítico de autoridad, aunque no aparezca expresamente en el contrato social. Tal como la presentan Derrida y Benjamin, la violencia es subsunción real legible en las formas jurídicas y, por ello mismo, el momento constituyente interrumpe el derecho constituido para fundar otro en el suspenso de la revuelta cuando esta deviene en resistencia creadora, en poder constituyente.
Ese momento fundador es la revolución del régimen de derecho y también el fundamento de toda presencia de lo constituyente en la historia del derecho. Por eso, todo derecho es intrascendente ante la presencia del poder constituyente. De ahí que deconstruir el régimen de derecho es develar la violencia contenida en la regla que dictamina lo que hay que hablar y lo que hay que decidir dentro de un orden de lo calculable.
La resistencia de la multitud en su devenir poder constituyente, es el fantasma esencial que, como diría Benjamin «izquierdiza el derecho», es decir, lo descentra y lo decontruye, de modo tal que más allá de su lingüisticidad rompe toda certeza y hace de la justicia un acontecimiento, ya que la acción directa es una experiencia, una travesía, una forma de resistencia que obedece a otra lógica, a otro modelo discursivo y a otra forma de articulación de las prácticas-saberes. Entonces, la participación protagónica se hace por sí misma política y, como dijera Lenin, es y no es Estado.
Es, mientras lo disuelve y encauza la violencia de Estado, haciendo de ella una nueva legitimidad fuera del mito fundacional del régimen de derecho. Y no es, en tanto hay control directo corresponsable, protagónico y sin mediación, de una otra ciudadanía: la de la multitud plural. Por eso mismo, lo político desde allí constituido es otro modo cuyo despliegue se da en la dirección de líneas de fuga creadoras de otra formación o diagrama, que irrumpe y rompe con la lógica de lo, hasta hoy, instaurado como sustancia del derecho y de sus discursos. Es decir, otro imaginario de ciudadanía en donde cada quien es y no es Estado, entra y sale en cada práctica, y el mundo de la vida y la ciudadanía, en la medida en que se hacen potencia en acto, son Estado desde sus prácticas cotidianas. De manera que la representación queda reducida a un espacio controlable por la misma ciudadanía, donde no existe delegación absoluta de la soberanía y el poder constituyente permanece en manos de la fuente de su propia potencia.
¿Fenece el discurso de la sociedad civil al romperse el marco de representación mediática y de identidad entre la mediática y el Estado? ¿Se mantiene el principio de teatralidad de lo social, si los voceros oficiales de los medios sólo conservan una colección de enunciados indiferenciados sin interlocutor ni destinatario? Este es el debate y esta nuestra postura ético-política. Creemos que la discusión sobre la sociedad civil debe resituarse a partir de la deconstrucción de ese espacio de constitución autoritaria y de territorialización estriada de la ciudadanía idéntica a sí misma. La comunidad de intereses y toda la jerigonza que justifica la existencia del Estado burgués como realización final de la historia. La sociedad civil, así como está, desde donde los ciudadanos públicos logran su representación en el Estado mediático, no sirve a ninguna voluntad de cambio. Es, diría Vallejos, un arco iris que no anuncia esperanzas. Un espejismo y un señuelo.
De ahí, la apuesta por la distopía de las multitudes en el proceso constituyente de una nueva subjetividad política, ajena al biopoder, es interesante a la hora de abordar este tipo de crisis y explosiones. Dicho de otra manera, al situarnos en el corazón de las multitudes, desaparece el velo trágico del Estado separado del ciudadano, con lo cual nos colocamos en un momento como el que hoy vivimos, proponiendo y logrando algunas objetivaciones, además de archivar algunos conceptos poniéndolos en su sitio. Porque, entre otras cosas, nos dice del lugar de efectuación simbólica que le toca ocupar a los que se ubican en el grupo “mayoritario” de la así llamada, sociedad civil y de sus dirigentes, es decir, nos permite ver las profundidades subjetivas a las que responde la lógica del sentido del Estado del capital y la sociedad de mercado, las funciones articuladas a sus rituales, gestos, representaciones, valores, códigos, registros y lenguajes.
Mundos de la vida que reproducen el biopoder y que obedecen a las pasiones tristes del interés privado que no reconoce a la multitud de lo múltiple aunque la tenga en frente. Porque el mercado es el lugar donde se sedimentan los intereses básicos de lo civil y su funcionariado. La sociedad de lo constituido es la de lo civil como esfera de ciudadanos idénticos a sí mismos y de “la opinión pública responsable” de la comunidad afiliada a la máquina de los medios y sus operadores. Todos estos remilgos son algunos de los registros afectados por la acción directa de la subjetividad política del poder constituyente, de la multitud que deviene pueblo.
En los procesos de construcción de esta subjetividad política, ¿puede haber otra mediática? Ensayemos. Tendríamos que pensar que es posible una red de relaciones donde se permita el encuentro del discurso de la multitud y lo mediático subsumido en ella. Pero aclaremos, hablamos de lo mediático como dispositivo de los múltiples rostros de la multitud y de ésta mediáticamente hablando desde un discurso no mediático.
Así podría intentarse la difícil construcción de lo mediático como un agenciamiento colectivo de enunciación que rompe con el mito de la opinión pública como régimen consustancial a la mediática. Provocar, entonces, una torsión que supone otro dispositivo y otro modo de producción de subjetividad en su inacabada refundación, además de otros lugares para hacer práctica del desacuerdo político, como momento del devenir múltiple del pueblo. Por esto, repensar los mass media implica un ejercicio ético-político itinerante, un plan de consistencia que dé cuenta de sus máquinas abstractas, que resitúe sus estrategias y libere a la política y la subjetividad de la lógica massmediática.
Asimismo, supone inscribir los medios en otra lógica de reconocimiento de la ciudadanía radicalizada y reconstituida desde una ruptura con el pensamiento totalitario sobre la comunidad. Y hacer lugar a una ciudadanía que se niega a ser reducida a lo Uno, para poder retexturizar y replegar la mediática hacia lo cotidiano, hacia la proliferación de formas mediáticas que sean, en sí mismas, espacios de reinvención de una comunidad política otra. Una ciudadanía mutante desde una subjetividad migrante y nómada, una ciudadanía-movimiento que no tiene fronteras y que atiende al cómo la lógica del capital información-comunicación y sus dispositivos borran sus diferencias ontológicas fundadas en la singularidad; y que aprende a cómo guardar distancia de la idea de “democracia” como juego de los consensos de las élites en torno a sus intereses y al funcionamiento de los aparatos de control-Estado.
De lo que se trata, entonces, es de hacernos cargo del papel de los mass media en la construcción de una subjetividad política otra, liberada de la opinión pública consustancial a la noción de sociedad civil, a la que C. Marx en su novena tesis sobre Feuerbach, calificó como: «…un grupo, un fragmento aislado de la burguesía que pretende representar a la sociedad entera». En todo caso, lo que queremos decir se acerca a otro nosotros que, sobre la base del reconocimiento del otro y de lo otro, dirime democráticamente sus diferencias en la tensión del conflicto que cruza el proceso mismo de su construcción como pueblo y su campo de equivalencias, como irrupción que se hace sujeto político en la medida en que se fuga a la lógica del sentido hecha con la malla mercado-consumo-massmediática.

CITAS
1· J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico, Taurus, Barcelona, 1989, p. 297.
2· Al respecto, recomendamos sin reservas el libro de S. Mezzadra, Derecho de fuga, Tinta y Limón, Buenos Aires, 2005.
3· J. Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, G. Gili, Barcelona, 1981, p. 194.
4· J. Chater, La désir el cite, Gallimard, París, 1989, p. 128
5· Véase J. Baudrillard, Las estrategias fatales, Ariel, Barcelona, 1992, donde se reflexiona extensamente sobre este asunto.
6· N. Rabotnikof, Weber, desencanto político y democracia, Anagrama, Barcelona, 1991, p. 156.
7· "En muchos ambientes donde se discute el problema de la democracia se observa reiteradamente una marcada propensión a formalizar o universalizar los términos de la polémica, de modo tal que "democracia" deviene objeto "neutro" e inevitable... Esta candidez de concebir la democracia... sin una conexión constituyente con el poder, resulta un estadio de la conciencia definitivamente infecundo para dar cuenta del debate actual". R. Lanz, El malestar de la política, ULA, Mérida, 1994, p. 15.
8· E. Petrucini, Estado y soberanía, Amorrortu, Buenos Aires, 1990, p. 18.
9· T. Negri y M. Hardt, El Trabajo de Dionisios, Akal, Madrid, 2003.
10· Véase T. Negri, La forma-Estado, Akal, Madrid, 2003.
11· M. Téllez, "Reinventar la comunidad, interrumpir su mito", en X. Martínez y M. Téllez (compiladoras). Pliegues de la democracia, CIPOST, FACES-UCV/Tropykos, Caracas, 2001.
12· X. Martínez, "Repensar la democracia para seguir pensando la política", en X. Martínez (comp.), Paradojas de la política. CIPOST/Sentido, Caracas, 2000, pp. 203-204.
13· Véase al respecto, L. Bookchin, La utopía es posible, Akal, Madrid, 1999.

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PODER POPULAR: ENSAYO II

II

DE LA REVUELTA A LA REINVENCIÓN DEL PUEBLO

Para que la comunidad política sea más que un contrato

entre personas que intercambian bienes o servicios,
es preciso que la igualdad que reina en ella
sea radicalmente diferente a aquella según la cual
se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios.

J. Rancière.



Adiós a la sociedad civil

…a partir de la noción deleuziana de multiplicidad,
se trata de pensar algunas dimensiones
desde donde operan en determinadas situaciones los colectivos sociales.
Cuando las lógicas colectivas operan en multiplicidad toman
formas rizomáticas y establecen redes que multiplican acciones colectivas
por fuera de los paradigmas de la representación,
donde multiplican pero nunca se repiten, mutan todo
el tiempo en redes moleculares en formas organizativas que resisten delegaciones,
jerarquías y liderazgos fijos.
De allí entonces la importancia política de la cuestión.

A. M. Fernández.



Cambiemos de recurso. Hagamos una breve visita al mundo de las situaciones ideales, incluso, toquemos el camino de la patafísica o universo de las soluciones imposibles, como dijera Baudrillard, y precipitemos algunas conjeturas desde esta pregunta: ¿Puede la sociedad civil representar lo irrepresentable, es decir, a las multitudes, al devenir del poder constituyente?
Ya hemos hablado abundantemente sobre lo civil, noción asimilada desde el discurso liberal burgués como ciudadanía. Sin embargo, no está demás insinuar que en torno a esta idea manida se teje una gran variedad de usos lingüísticos difusos por parte de aquellos que quieren enfrentar los cambios, pese a lo cual el término “sociedad civil” forma parte del régimen de sentido que hace posible la auto comprensión del Estado por medio de su propio relato, su auto-justificación, su propia ficción existencial. Mientras funciona como una máquina simbólica que regula todas las funciones sociales, conforme al mito de la comunidad idéntica a sí misma. Es decir, para producir un “estado de desorden homogéneo”, es necesaria una máquina de control que articula un orden diferenciado y actúa por homogeneización, hoy inseparable del dispositivo información-comunicación.
Visto así lo civil, entenderemos por qué opera como un proceso de institucionalización jurídica de la actividad pública de los ciudadanos y de su participación política. Es decir, como máquina abstracta de coerción y expropiación del sentido, a favor de la opacidad general: dispositivo de unificación de la opinión en torno al régimen de sentido dominante que va transfigurando lo político como esfera autónoma de sentido.
La máquina de sentido de la que estamos hablando es, de suyo, biopoder instalado en la corporeidad desde el momento en que el hombre libre de la calle se asimila el rango de ciudadano y entra a participar en la vida pública por medio de la delegación y la representación. Representación que le da forma y legitimidad a lo social e institucionaliza un comportamiento público específico: la opinión pública, es decir, la opinión como suma y aplanamiento general, como dimensión estadística metafísica de lo social, como abolición de la diferencia reducida a juego de mayorías y minorías y su consulta, como sustitución de la acción directa responsable y límite por saturación del espacio democrático burgués.
La vida cortesana de los salones señoriales, es sustituida, es traspasada a los atributos de la persona pública con derechos civiles, en un ambiente difuso de “opiniones libres”. El signo público busca un modelo ideal de pueblo que se hace representar en organizaciones solidarias de la ley del interés privado al que se debe, y todo movimiento queda atrapado en la forma-visibilidad del régimen de opinión1. El ceremonial de lo justo y lo legal se funden al interior del dispositivo de este régimen que produce y encuentra en la garantía de una sociedad de los civiles, la razón de toda sociedad. De manera que el espacio civil pasa a ser el lugar de todos los principios liberales: igualdad, fraternidad y libertad sólo pueden ocurrir dentro de este campo de efectos.
La operación simbólica aquí descrita es producción de opacidad general, negadora de la diferencia y el conflicto, es al mismo tiempo la producción de un concepto de pueblo extensivo a población de habitantes, a número de pobladores capaces de formularse una opinión y de lograr acuerdos sobre algunos temas. La reducción del pueblo a esta figura, lo coloca como dificultad y límite para pensar la revuelta y, más aún, la resistencia que deviene interrupción del orden de la dominación, pues el concepto mismo es elaborado en términos de subordinación a lo civil como núcleo dominante de toda articulación paralelaje y como punto de constitución de la ciudadanía como totalidad de intereses consensuales.
A la afirmación de Negri según la cual la sociedad civil desconoce el despotismo del Estado y el de la fábrica, agregamos que también desconoce las formas de control institucional que van de la escuela a la cárcel, al presentar a la sociedad como consustanciada a la naturaleza misma de la ciudadanía. Aquí, las representaciones del dispositivo de control se instalan como mentalizaciones en el proceso de separación y mitificación de las relaciones sociales. La razón, entonces queda encarnada en el espacio público que regulará lo político desde el régimen de opinión. A esta reducción simbólica la llaman democracia representativa, donde no hay posibilidad de nuevos actores que irrumpan en lo social, interrumpiendo el orden dado.
Por ello, la sociedad civil aparece sólo como una esfera de contrato social de ciudadanos, organizados o no, como dijera Hegel, con responsabilidades hacia el Estado y con sentido reformista, ya expresados en él (en el buen sentido del término). Esto hace pensar a muchos que se trata de una sociedad aparte, formada por ciudadanos libres de compromiso y con poder, pero de lo que se trata es de un movimiento estriado de subjetivación que permite al Estado actuar desde la ciudadanía manteniendo su aparente carácter de poder separado, pues el biopoder es una operación compleja que no es posible sin la producción misma de la subjetividad.
Precisando un poco más, la sociedad civil, hoy, es un dispositivo de subjetivación que actúa por agenciamiento del dispositivo información-comunicación. Sus opiniones reflejadas mayoritariamente en los medios se convierten en las únicas capaces de generalizar una fuerza válida para ser controladora del poder del Estado, de manera que un Estado que se piense a sí mismo fuera de esta esfera, será de suyo ilegítimo para el modelo liberal-burgués. Es decir, lo civil se instituye como un poder especular aparte y separado del Estado, pero es su referente fantasma, su otro complementario lacaniano, su sitio de ocurrencia. Y los massmedia, sus canales naturales y los intérpretes de sus deseos, por lo cual, el Estado separado sería un órgano subordinado a la opinión de la sociedad civil y a su régimen de opinión y de derecho.
De este modo, el marco de realidad de lo social como opacidad general es, paradójicamente, la transparencia (Vattimo) y visibilidad del sentido, que viene dado por las tendencias de opinión públicamente objetivadas en el terreno civil: medios, parlamentos, organizaciones gremiales, etc., que recogen el sentido y lo mimetizan por medio de sus voceros, distribuidores del consenso producido y empaquetado para el consumo.
Después, el ciudadano se encargará de escoger entre la oferta disponible, tendrá el trabajo de saber con qué está o no de acuerdo, se enterará de cuál es su opinión en la conversación producida en los medios. Se trata de un circuito cerrado. Estos ciudadanos2 informados-comunicados, cargados de opinión y conectados al régimen de opinión y de derecho, tendrían todo el poder social, pues desde estos saberes instalados que gobiernan lo real, criticarían y controlarían con su raciocinio todas las fuerzas de lo social contenidas en el Estado y, además, encauzarían el descontento -si éste se presentara- hasta convertirlo nuevamente en opinión mediada por locutores legítimos.
Apelemos a la pragmática norteamericana. Se trata de toda una operación que justifica la utopía habermasiana de interlocutores legítimos en condiciones perlocucionarias igualadas en la conversación por el régimen de sentido. Es el diálogo como fundamento de la democracia. Esta es la utopía democrática de los actores más avanzados del liberalismo. Hasta aquí llegan, diría Rorty. Esta es la materialización conceptual de la verdad social, su fundamento ontológico, su confort metafísico inefable e instrumental. La inteligencia mejor amueblada. Es una máquina para el recorte, para estriar y diseccionar, desde un conocimiento superior que da espesor al espacio cultural (Rorty), por medio de un tejido lleno de afirmaciones ciertas y seguras que determinan de lo que se puede hablar. Decide de antemano las series de palabras que justifican las prácticas de los actores, por medio de una narrativa.
Las personas son, según Rorty, léxicos culturales encarnados. Contenidos concretos en estatus y roles predefinidos, una moralidad histórica concreta. Vivimos buscando un interlocutor para poner en acto el llamado diálogo, para hacer posible vernos en uno de nosotros, para construir cadenas de identidades, acuerdos transitorios y siempre contingentes que, por llenar la falta de otro concepto, llamamos solidaridad.3 Es decir, producimos desde el habla el establecimiento de la barda lacaniana, el límite, la barra, como materialización del léxico último rortiano.
Para Rorty, somos productores al infinito de zona de acuerdos y valores, ninguna duda que surja puede disiparse fuera del léxico predefinido, so riesgo de ser un argumento ajeno al orden, un sin sentido y, por lo tanto, siempre una lengua extranjera, excluida del diálogo y convertida en un abismo discursivo que casi siempre es presentado como un salto al vacío. Una lengua otra, que produce la ruptura, es casi un acto terrorista al interior del lenguaje, capaz de desnudar y desmoronar la verdad que soporta todo el andamiaje real del poder-saber.

La resistencia, o el poder constituyente del pueblo

La política existe cuando el orden natural de la dominación
es interrumpido por la institución de una parte los que no tienen parte.
Esta institución es el todo de la política como forma específica de vínculo.
La misma define lo común de la comunidad como comunidad política,
es decir, dividida, fundada sobre una distorsión
que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones.
Al margen de esta institución, no hay política.
No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta.

J. Rancière


Adorno ya planteaba que esta nueva era, la de la opinión pública y la sociedad civil, abierta con la cultura de masas (para nosotros mediática), amenazaba con acabar con la utopía («es posible que la libertad envejezca sin realizarse», escribió) si no se producía otra ciudadanía. Hoy, para autores críticos -aunque optimistas, sobre el destino de lo político- como Agapito Maestre, hablar de lo político siempre refiere a un estado en vilo entre el ideal y la realidad de las sociedades posmetafísicas.
Encontrar un equilibrio entre la facticidad del pensamiento democrático y los modelos económicos de mercado es una tarea a realizar. Este equilibrio supone una revalorización de los nuevos sujetos democráticos conocidos como nuevos movimientos sociales, el manejo del conflicto aporético entre diálogo y confrontación y el derecho a la resistencia, entre lo constituyente y lo constituido que, aunque extrajurídico, se abre como una posibilidad para la apertura de nuevos espacios públicos, como bien lo intuía Arendt4.
Esto supone un estado permanente de control y acorralamiento del poder tradicional, hasta su desmoronamiento por parte de las esferas públicas surgidas de los nuevos mundos de vida a favor de una ciudadanía heterogénea: «La única manera de que el poder político no degenere en estrategia, fuerza o violencia es que únicamente sea utilizable para mantener la praxis de la que ha surgido, o sea, un espacio público político no deformado por ningún tipo de acción estratégica».5
Desde esta posición, se apuesta a que lo político tenga algo más que un destino agónico, pues su futuro estaría sujeto al reservorio ilustrado de la herencia crítica de la Modernidad, aunque en clara ruptura con la razón instrumental y las nuevas formas deificadas de la democracia mediática. La refundación de los referentes concebidos desde la nueva subjetividad del poder constituyente, permitirían pensar la política, pensar el Estado y hasta pensar el mercado y la sociedad, desde un cuerpo de problemas comunes a otra civilidad, que estarían cruzados por la necesidad democrática de la creación de una voluntad ética-política.
Se trata, entonces, de repensar una comunidad que funde su devenir en postulados posnacionales, en la diversidad y el disenso, en una nueva generación de valores que haga la diferencia entre principio y práctica de la desobediencia civil extra-jurídica y puede volcar el estado de cosas a la arena de la construcción del ciudadano otro y a la profundización de la ética como ejercicio inacabado de la libertad (Foucault). Así, el resurgir de la política sería la utopía de la densificación del ciudadano. Retomar y fundar esta utopía es una titánica tarea, pues involucra saltar la democracia vacía o democracia de los procedimientos hacia una democracia real, romper con el cinismo procedimental que entiende a la democracia como práctica puramente burocrática. Sería la radicalización del discurso de lo político.
Ahora bien, esta postura debe tomar en cuenta los cambios en la naturaleza de la sociedad y el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad del control. Sobre este paso Deleuze plantea un cambio de discusión, o en otros términos, cambiar de registro y analizar a las sociedades desde el modelo civilizatorio de la cultura dominante, que no es exactamente el modelo institucional disciplinario. Adentrarse en el nuevo papel del dominio mismo en lo que se denomina nuevas configuraciones de sentido: «El estudio socio-técnico de los mecanismos de control… debería ser un estudio categorial capaz de describir eso que ahora se está instalando en el lugar de los centros de encierro disciplinario, cuya crisis está en boca de todos».6
En efecto, para Deleuze, al hablar del control hay que remitirse a las nuevas subjetividades contenidas en estos procesos y a las colectividades de sentido que se configuran, asegurándose nuevos espacios, aún no imaginados, más allá de la red institucional existente, desplazando la agonía de la cárcel, la escuela, la familia, etc., y recreando lo social desde la trilogía pensar-crear-resistir. Hoy, «solamente se pretende gestionar su agonía», dice Deleuze, al referirse a las actuales esferas de dominio en donde no será posible seguir afirmando la democracia como un juego de representación de mayorías y minorías.7
Y, como admite Martín Hopenhayn8, ni el desencanto ni la perplejidad son el final de la historia, son en todo caso el fin de un pensamiento utópico que apostó su suerte a la mediación y a la filosofía del diálogo. Numerosos relatos se mueven en el terreno de las nuevas utopías, otras apuestas en desarrollo comienzan a abrirse paso más allá del discurso político, múltiples estrategias de bajo perfil estallan por todas partes y la idea mitificada de las masas ya no cuenta con el mismo peso en los análisis, el pueblo como multitud autoconciente protagoniza este momento.
En este sentido, resulta pertinente la pregunta que se hace Hopenhayn: «¿Qué le queda a nuestras realidades precarias y tensas si no podemos recortarlas sobre el horizonte de sentido capaz de trascender esa misma precariedad y tensión?»9. La respuesta, vuelve a ser utópica, pero ahora apuntando hacia la heterogeneidad de nuestro continente como necesidad de contestación cultural y resistencia creadora, en tanto que nueva voluntad ético-política que compromete al cuerpo, a todos los cuerpos10.
Retomando a Marcuse, este tipo de planteamientos delinea las nuevas posibilidades de la sociedad humana como cambio y ruptura: «Las nuevas posibilidades... ya no pueden ser tenidas como simple prolongación de las sociedades anteriores, ya no pueden ser concebidas dentro del mismo continuo histórico, sino que representan una ruptura con tal continuo»11, alejándonos de cualquier catastrofismo neoconservador, pues de lo que se trata es de abrirse paso en la ambigüedad de la catástrofe del monstruo animado del que habla Mészáros.
¿Cómo salir del laberinto del régimen de opinión? Pese a que para algunos hay un Laclau reformista que apuesta la suerte de la democracia a los cambios graduales, desde nuestra lectura, en cambio, en E. Laclau, hay una propuesta revolucionaria e impugnadora de fondo. Según este autor12, la elaboración intelectual de una conciencia común, a veces lleva siglos, pues, refundar las ideas y llenar los conceptos implica un trabajo de orfebre-explorador, que lleva a la heterogeneidad social como fuente de lo deficiente y fallido de todo concepto en su intento reductor.
En la indecibilidad, la decisión es crucial, dice Laclau, apelando a Derrida. Lo indecible e indecidible se resuelve por vía de la construcción de una solución al antagonismo fundante, por medio de una hegemonía (un universal contaminado, que se asume como un todo y niega a la otra parte, dirá Laclau), que supone una acción de institución política y una teoría de la decisión tomada. Según Benedetto Croce, el eterno conflicto entre ética y política, este dualismo aparentemente irreconciliable, se resuelve por medio del concepto weberiano de acción responsable.
La identificación con este campo de decisiones genera el sujeto de una subjetividad históricamente integrada. La visibilidad de los actos de institución originarios es la dimensión central de la política como vínculo, ya que dichos actos son los articuladores contingentes de tal hegemonía y sus relaciones, creando redes multimoleculares, puntos de agenciamiento, conexiones que instalan circuitos. Rasgos mínimamente identitarios, relaciones colectivas, pues donde hay paralelaje se establece un agenciamiento.
La política así pensada se arroja fuera de toda metafísica de la reconciliación y se coloca al interior de la vida, pasando a ser su condición generativa. Este es el sentido de la política como articulación de la equivalencia en una voluntad colectiva. De esta esfera de sentido surgen las representaciones de «el cemento orgánico unificador de un bloque histórico» (Gramsci). A este interior, todo objeto se constituye en objeto de discurso. Quede claro que no estamos hablando de la materialidad de un solo antagonismo o de un puñado de contradicciones surgida de un solo punto. Diferencia, inestabilidad y negación pueden producir distintos devenires antagónicos y las cadenas de equivalencias también pueden ser radicalmente distintas unas de otras, afectando las identidades, creando derivas y perturbando la producción de la política como espacio unificador.
Cuando una cadena de eventos rompe la cohesión hegemónica, Gramsci habla de crisis13 orgánica, que no es lo mismo a decir una nueva hegemonía. Pero, las condiciones de posibilidad para la emergencia de nuevas formaciones discursivas surgidas de un campo surcado de antagonismos, pueden o no cristalizar hegemónicas.
En una coyuntura de crisis orgánica, se produce una crisis generalizada de identidades sociales donde proliferan los antagonismos y surge multiplicidad de puntos que sobredeterminan nuevos discursos, se aceleran y desaceleran procesos, irrumpen devenires y se produce un debilitamiento generalizado de las cadenas de equivalencias dominantes (crisis de representación, crisis del régimen de visibilidad de la mediática, por ejemplo). Todo el sistema relacional de la antigua hegemonía se desmorona al no conseguir correspondencia para sus discursos en la nueva hegemonía.
Las cadenas de equivalencias no ocurren en otros terrenos que no sean los reales: El barrio, la calle, la esquina, la fábrica, la escuela, el club, las organizaciones sociales, etc. Una vasta región dispersa de espacios que se cierran y abren en cada momento produciendo campos semióticos de elementos flotantes y en constante redefinición, tendencialmente relacionales en una formación discursiva, al devenir en un bloque histórico. En el devenir, éste adquiere de momento la frontera para la materialización en una formación histórica hegemónica que expulsa fuera de sí toda inteligibilidad, todo exceso de sentido distinto que lo subvierta.
Cabe recordar que la hegemonía es un tipo de relación política dominante que no acepta su negación, aunque admite la disputa sobre sus significantes, ya que es una forma heterogénea fuerte que contiene a otras y decide los límites sobre otras formas. Por ejemplo, las formaciones discursivas revolucionarias y democráticas que someten al dominio existencial de sus ideas-fuerza, a otras formaciones discursivas débiles, reconstructivas o rectificadoras de la opacidad general.14
Pensar siempre en aquello que está ausente, que aún es opaco, es el camino a la unidad que siempre se retrae en la necesidad de una construcción social contingente, a prácticas parciales que articulan hegemonías. Aquí encontramos un punto de partida para el resurgimiento de la figura pueblo. Se trata, en primer lugar, de una decisión teórica, o dicho de otro modo, de una categoría política que viene de la tradición maquiavélica y no de un dato estadístico de la estructura, como plantea Laclau. No es un grupo dado o una población territorial, es un acto de instauración constituyente de un actor como demanda de la pluralidad concreta, formado de elementos heterogéneos cristalizados en memorias y prácticas sedimentadas que suponen de suyo una asimetría entre comunidad como lo uno, como totalidad sin fisuras, y la plebe o pueblo pobre, el pueblo bajo de Maquiavelo.
Esta es una categoría construida como multiplicidad unificada sólo políticamente, es virtud y fortuna para el control del mal, que se conjura por medio de técnicas para la conquista y conservación del poder por parte de «una parte que es el todo» (Laclau), como fuerza de la «parcialidad universal e histórica dominante», de una hegemonía de las mayorías, parafraseando lo que por hegemonía se entiende, en términos de A. Gramsci: hegemonía democrática no sintética, no reconciliadora, que niega cualquier gradualismo seductor de la política a administración. La política se construye como proyecto ético, a diferencia de la política como centro de la decisión y el control.
La idea maquiavélica de democracia cotidiana, que es una conquista civil (lo civil tenía en la época de Maquiavelo una dimensión distinta –la política y el temor a la muerte como el comienzo del Estado-, a la que interpretan los defensores de la autoproclamada sociedad civil), es una idea recogida por Laclau, para, desde allí, dar cuenta de mediaciones y choques de actores que construyen ritualizaciones, discursos, prácticas, legitimidades: hegemonías en un tiempo y en un espacio dado, es decir, en la construcción de los juegos de lenguaje de un campo de delimitación.
Maquiavelo, en este sentido, refiriéndose a la política, la figura como un enjambre de hombres en eterno conflicto. Un tinglado de intereses cruzados por pasiones, historia y vida cotidiana. Desde ese punto, Gramsci encuentra el lugar de la lucha de clases, mientras que para el construccionismo liberal sólo se trata del lugar del espacio público burgués. Más o menos contractualista y neutra como la de Hobbes o Moro, y sus teorías sobre el poderío del Estado, la dicotomía naturaleza-sociedad civil (proyecto racional)15.
Entonces, para nosotros, no hay pensamiento político neutral. Se trata, por un lado, de tomar partido por una corriente epistemológica que construye un régimen de verdad propio y emergente, y por otro, de asumir nuestra contradicción con las corrientes que se asimilan a la noción de sociedad civil y que asumen al Estado como instrumento que debe ser conservado, o en última instancia, renovado por etapas, por ejemplo, por medio de la presión de la representación.
De ahí que reconozcamos la importancia de los aportes de Gramsci, quien retoma la tradición maquiavélica para entender la República como la suerte de laberintos y trampas que hay que sortear para que el Príncipe Moderno cambie la realidad. Ese Príncipe, no es la casta, la clase o el pueblo, es el partido, una mezcla de todo ello, inclinado hacia la clase. Este concepto, más allá del partido como institución instrumental, como ensayo de la organización contingente de una máquina de liberación del deseo en una subjetividad general, nos sirve para pensar la República a partir de una visión que entronca con Maquiavelo, con su idea de pueblo como actor no subordinado, como expresión en sí mismo de la política, no necesariamente articulado en su cadena de identidades, sino solamente a la noción gramsciana de partido.
Esta tradición intelectual es expresión de lo que Lenin llamaría «la política dirigente», cuando se pregunta: ¿Quién dirige? La política dirigente es la que crea la cadena de equivalencias. O, con Gramsci, «la voluntad política del cuerpo y sus pasiones» puestas en juego en el movimiento de transformación de lo dado. Lo que, sin duda, expresa una concepción de la historia como devenir que rompe con la causalidad y con cualquier determinismo. Lo importante de esto, es que Gramsci logra la antropomorfización mítica de la política en una figura imaginaria en un sujeto histórico contingente contraído a lo real por la torsión semiótica (en nuestros términos) del pensamiento y la voluntad política colectiva.
Un sujeto concebido como una pasión consciente construye indefinidamente el espacio político en torno de una ética práctica responsable; como una magnitud de fuerzas hecha poder, una forma de integración de múltiples historias que consiguen crear condiciones de posibilidad para construir su propio campo de delimitación (Foucault), demarcada por la capacidad coyunturalmente articulada en la política de las identidades múltiples y dispersas en prácticas que pueden ser recuperadas como poder, más allá de la potencia: La hegemonía, o el momento contingente de la equivalencia, la emergencia del rostro y el discurso. El nuevo dispositivo de saber-poder. La lengua extranjera, tan temida por los liberales de antes y de ahora.
Es decir, con Maquiavelo y Gramsci, se puede hablar de producción de subjetividad política contingente desde una problemática suscrita a un espacio-tiempo y a una forma de conflicto que mueve a algunos agentes sociales a articular un cuerpo común, para la construcción de un dispositivo de agenciamiento simbólico de la multiplicidad de fuerzas, un discurso del mundo cristalizado en un sistema de lectura y reconocimiento (se puede construir la Fortuna, diría el florentino).
Se trata de momentos de devenir que organizan relaciones y prácticas en un tinglado de distribución de fuerzas y mundos de apariencias, que tornan efectiva la aparición de un sujeto efímero o permanente, según sea el caso, en aparatos, leyes, actos de habla, eventos, etc. Spinoza, en el Capítulo IV, «De la Ley Divina», de su Tratado Lógico-político, se adelanta a Maquiavelo y a Marx (su gran lector), planteando que la sociedad es un «estado de la ley», «por lo cual individuos de una misma especie actúan de una misma forma».
Todo ocurre bajo un universo simbólico que confiere sentido al dispositivo de un nuevo mito fundador: El pueblo, Príncipe Moderno que legó Gramsci desde Maquiavelo, si lo leemos en clave de Laclau, quien en su libro Hegemonía y estrategia socialista postula la posibilidad de una radicalización de la democracia desde una teoría de lo social «constituido discursivamente» organizando la existencia material de los «hechos». Teoría que no se reduce al lenguaje, sino que abarca el conjunto de la vida humana social significativa, inseparablemente unida al momento específico de la conformación material del «bloque histórico», incluyendo la materialidad de las instituciones, prácticas y producciones económicas, políticas y culturales (a lo que Marx denomina también correspondencia, condicionamiento, hilo conductor e interrelación).
Estos son espacios cruzados por diferencias y sede de antagonismos nunca plenamente resueltos. En pocas palabras, desde nuestro punto de vista, lo social es hoy, esencialmente práctica política opaca de oportunidades siempre abiertas, en un mundo globalizado marcado por la postdemocracia, es decir, la «comercialización de la ciudadanía» como principio organizador de la participación, en términos de C. Crouch. 16
El pueblo, el de una ciudadanía otra, es otro sentido y es entendido por Laclau como «lenguaje y práctica» constituyentes de lo real, es emergencia de sí mismo, lugar de la diferencia que insurge para luego devenir hegemonías, es decir, un nuevo paraje de registro, marca, estratificación, territorialización, efectuación material y simbólica no suturable, pues él ya es sutura de lo social. Dicho de otro modo, es fuerza que funciona accionando tinglados de redes de dispositivos desde un multicentro de gravedad de la existencia de distintas formas de existencia, produciendo subjetividad política que dispara fuerzas o líneas de devenir de novedosos consensum gentium. Se trata, dice Laclau al referirse al pueblo desde un lugar más allá de cualquier ontología metafísica, de una materialidad concreta, pues es el momento transparente, no representativo, es decir, el terreno constituyente de otra subjetividad política.
En la tradición del Romanticismo que fundamenta algunos valores y principios de la Modernidad, el antagonismo es visto como la encarnación del mal. Pero para el discurso que estamos compartiendo, el antagonismo es constitutivo, no sólo de la política sino también de toda forma de convivencia social, pues ésta es un espacio de reglas donde la regla principal es ponerlas en cuestión, porque «no hay tablero ni piezas fijas y hasta se puede patear el tablero» (Laclau). Romper las reglas es un asunto de fuerzas en ejercicio en la constitución de una hegemonía y no del orden de la construcción de acuerdos, toda vez que, como sostiene Laclau, en el momento político predomina el antagonismo sobre cualquier otra forma agonística del juego.
Aquí, el marco acordado para el consenso viene dado por el límite del poder puesto en juego, por la distribución de las fuerzas y sus tensiones. Hasta ahora, el mercado ha sido el gran administrador del juego, subordinando la política al llamado consenso del mercado, en donde la ley del más fuerte es también opacidad. Una nueva hegemonía significaría también, en este sentido, una ruptura, nuevas reglas y además nuevas piezas en otro tablero. Necesitamos de otro alfabeto que ponga algunas cosas en su sitio (fundar otro lugar, diría Foucault).
Entre otras cosas, ese alfabeto que falta, nos dice del lugar de efectuación simbólica del grupo mayoritario de la así llamada sociedad civil y de sus dirigentes, es decir, a qué lógica de sentido responden las funciones articuladas a representaciones, valores, códigos, registros y lenguajes desde donde se sedimentan los intereses básicos de lo civil. Vamos a insistir. La sociedad de lo existente, lo civil como esfera de los ciudadanos idénticos a sí mismos y la opinión pública responsable, va de la mano de los medios y sus operadores.
Estos son algunos de los registros afectados por la irrupción de la subjetividad política emergente del poder constituyente, por la existencia política de sujetos colectivos instituyéndose como pueblo. Pero, precisemos. El pueblo no es un objeto apriorístico, es estado de fuerzas: nominación y contingencia, singularidades múltiples, formas sociales fluctuantes y reales que se constituyen políticamente como hegemonía, como lazo afectivo-simbólico, desde la fabulación de sí mismo y sus nuevas rostricidades emergentes. Es decir, fuerzas que se materialicen en la fisicalidad de prácticas individuales y colectivas, e incluso en liderazgos, como expresión de la totalidad parcial hegemónica, en la fisicidad de una voz y un discurso que contiene múltiples voces y múltiples discursos, más allá de cualquier teleología kantiana o hegeliana.
Compartimos con Laclau que el paso de una hegemonía a otra diferente involucra un salto, una ruptura total en lo político y un quiebre en el régimen de sentido, así como un acto ético emergente subversivo. Así, el pueblo es emergencia activa y palabra transgresiva en una nueva equivalencia articuladora de una pluralidad articulada y constitutiva, que no tiene su fuente en nada externo así mismo. Nosotros agregamos que es el momento del salto cuántico, la realización de la potencia que se hace poder constituyente.
Laclau refiere a las condiciones históricas «que hacen posible la emergencia y expansión de las identidades populares», e insiste en la multiplicación de demandas sociales cuya heterogeneidad es conducida a ciertas formas de unidad, por medio de formas políticas equivalentes distintas a las formas de valorización del mercado y de su régimen de sentido. El pueblo no es un objeto puro del cambio, es equivalencia política, no identidad metafísica. Por eso el secreto de la política consiste en construir subjetividades políticas, en romper con la homogeneización social del gobierno del capital, pues la política no es determinismo, es lucha y resistencia, liberación de prácticas que resisten al gobierno del capital globalizado. Es acto de construcción de una voluntad de poder, en el sentido nietzscheano.17
Al igual que Negri, Laclau entiende al capitalismo como red extensiva de relaciones no cerradas, gobernadas por la mercancía como forma básica no puramente económica, sino como complejo de lógicas y estrategias, situaciones y movimientos hegemónicos y autónomos de discursos y lenguajes contentivos del dominio y sus consensos, en donde todo se articula a «las diversas posiciones subjetivas de los actores sociales en una gama limitada de variación horizontal». Pero, a diferencia de Negri, define al pueblo desde y más allá de la multitud, es decir, desde la política como límite, como configuración singular de la potencia ético-política del cuerpo en su devenir.
El pueblo, para Laclau, no puede darse por sentado, es construcción histórica que necesita de líneas simbólicas de delimitación real, para la identificación del enemigo (no identidad con él) como unidad no equivalente, para establecer la necesaria ruptura con lo mismo, «lo que está al otro lado», el enemigo actuando como dispositivo de enunciación y simbolización, es decir, como productor de una parte antagónica.
Desde luego, tales planteamientos nada tienen que ver con la política y con la democracia entendidas y ejercidas como conjunto de técnicas de gestión de los cuerpos individuales y colectivos para ponerlos en orden al orden, ni con las luchas por el poder, con la construcción de consensos o la negociación de intereses, sino precisamente con la interrupción de ese orden y de ese poder, con lo que pone en cuestión la normalidad de funcionamiento de la política, de la democracia consensual, sin demos y, por ende, de su auto-representación como gobierno del pueblo.
Por ello, ofrecen valiosas pistas para responder a las preguntas ¿Qué pasa cuando se desatan las palabras ajenas al orden? ¿Cuando los sin parte y sin palabra irrumpen trastornando lo que llamamos democracia y política? En el caso de los legitimados portadores del discurso político y los voceros de la sociedad civil, pasa que no sólo rompen su imaginario vínculo con la parte que no se deja representar, sino que fabrican esta parte como “lo salvaje” incapaz de palabra política y de acción política. Precisamente, cuando la incapacidad está del lado de quienes no pueden reconocer que tal irrupción es, al mismo tiempo, la interrupción de la política y la democracia reducidas a la fabricación de consensos y a la gestión y negociación de intereses, entre otros.
Con la irrupción de los cuerpos sin parte y sin palabra en la escena pública, trastornando lo que llamamos democracia y política, aparece el litigio fundamental por el que hay política y hay democracia: el litigio por la parte de los sin parte y sin cuenta. Es el litigio el que, como muestra Rancière18, introduce el pueblo como modo de subjetivación política, es decir, la inscripción polémica del desacuerdo que introduce el pueblo poniendo en cuestión el funcionamiento de los aparatos policiales estatales y civiles, e instituyendo a la comunidad política como “comunidad” de lo justo y de lo injusto. Rancière nos dice, al respecto:
… es a través de la existencia de esta parte de los sin parte (los pobres antiguos, el tercer estado, el proletariado moderno), de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política, es decir dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus “derechos”. El pueblo no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad y la instituye como “comunidad” de lo justo y de lo injusto

  • … La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpida por la institución de una parte de los que no tienen parte. Esta institución es el todo de la política como forma de vínculo. La misma define lo común de la comunidad como comunidad política, es decir, dividida, fundada sobre una distorsión, que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones. Al margen de esta institución no hay política. No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta.19
Lo que Rancière nos da a pensar es que la condición de posibilidad de la política y de la democracia, es el hecho de que la multitud múltiple de sujetos sin propiedades y sin esencias se instituyen como pueblo recurriendo, para hacer valer su existencia política a su única propiedad: la libertad. Precisamente es esta condición lo que hace de la política «un tipo de acción paradójica» y el tiempo de una ruptura específica con la lógica del arkhé, es decir, un más allá de la lógica binaria del poder expresada en «quién lo ejerce y quién lo sufre».
Y así como la democracia -instituida por el pueblo, el demos- es la lógica de sentido de la política, el pueblo no es, coincidiendo con Laclau, «un conjunto de miembros» de la comunidad, clase o población cualquiera, es sujeto político que deviene tal cuando aparece la cuenta de los incontados, la parte y la palabra de los sin parte y sin palabra, interrumpiendo la naturalidad de la democracia sin demos, el orden de la dominación. Así pues, cuando la sociedad civil cuenta la totalidad de la comunidad, el pueblo es otro cuento y otra cuenta.
La política, así pensada, es línea de fuga y visibilidad de otro contenido que concurre al trazado de la articulación de la diferencia por estrategia de plano de consistencia, en donde las partes sociales, en tanto que diferencias evanescentes, reconocen su existencia política y la hacen valer en la comunicación del desacuerdo referido a los sentidos del bien y de lo justo. Por eso, la acción política «es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido»20.
De ahí que la política es antagónica a la homogeneidad de lo uno, cuyo principio es la opacidad de un régimen que actúa por negación de ese litigio fundamental que no refiere a ningún conflicto de intereses entre las partes ya dadas, sino a la cuenta misma de las partes; que tampoco alude a una discusión entre interlocutores sino a las formas de confrontación de la lógica de la gestión de los cuerpos, funciones y lugares, desde la lógica política de la igualdad que introducen los sujetos cuando su acción desajusta toda representación de los lugares asignados.
Llegados a este punto, podemos sostener que, hoy, la tarea de repensar la política y la democracia implica liberarse de las ideas de política y democracia asociadas a la circularidad de la lógica consensual, el modelo del “contrato social” y la determinación del pueblo fijado como identidad en sí - que, a fin de cuentas responden a la lógica de lo Uno21 expresada en la pretensión de lograr una comunidad idéntica a sí misma-, para asumir apuestas primordiales como aquellas a las que invita Rancière. Veamos en qué sentido.
En primer lugar, es preciso dejar de pensar la democracia como un régimen parlamentario, un Estado de derecho, o un estado de lo social basado en el individuo o en las masas, para pensarla como «el tipo de comunidad» que se instituye por la aparición, en el campo de la experiencia, de un visible que modifica el régimen de lo visible: el pueblo. Pero se trata de un pueblo singular, no identificable por propiedades étnicas, ni con partes de la sociedad o de la población, o con la totalidad de ellas, sino de un pueblo que se hace de y con sujetos flotantes y plurales, quienes desajustan cualquier representación de las partes, los lugares y las funciones. Un pueblo que introduce el litigio fundamental por el que hay política y hay democracia: el litigio por la cuenta de los sin parte y sin cuenta, por la voz de los sin voz. 22
En segundo lugar, es necesario dejar de pensar la democracia como un «modo o régimen de vida social», para pensarla como «la institución de la política misma, el sistema de formas de subjetivación por las cuales resulta cuestionado y devuelto a su contingencia, todo orden de la distribución de los cuerpos en funciones correspondientes a su y en lugares correspondientes a sus funciones»23.
En tercer lugar, frente a la conjunción, característica de las posdemocracias, entre la auto-representación del sistema consensual como el mundo del derecho, la proliferación mediática de lo visible y el balance continuo de las opiniones encuestadas -en la que el pueblo aparece reducido a formas estadísticas, es decir, convertido en igual a la suma de sus partes descompuestas en categorías socio-profesionales, o de otro tipo-, donde nada puede ocurrir en nombre del pueblo, es impostergable pensar que:

  • …la política existe allí donde la cuenta de las partes y fracciones de la sociedad es perturbada por la inscripción de una parte de los sin parte. Comienza cuando la igualdad de cualquiera con cualquiera se inscribe como libertad del pueblo. La libertad del pueblo es una propiedad vacía, una propiedad impropia, por la cual aquellos que no son nada postulan su colectivo como idéntico al todo de la comunidad.24
Finalmente, a contracorriente de los enfoques que postulan la existencia de la política como «comunidad consensual de intereses que se conjugan», o «actualización de la esencia común de lo que nos es dado en común», es preciso sostener que:

  • La comunidad política es una comunidad de interrupciones, de fracturas, puntuales y locales, por las cuales la lógica igualitaria separa a la comunidad policial [de la política como gestión] de sí misma. Es una comunidad de mundos de comunidad que son intervalos de subjetivación: intervalos construidos entre identidades, entre lugares y posiciones. El ser-juntos político es un ser-entre: entre identidades, entre mundos… Esta puesta en común supone la construcción de vínculos que unen lo dado a lo no dado, lo propio a lo impropio. Es una construcción donde la común humanidad se incrementa, se manifiesta y surte efecto.25
Esta manera de plantear la trilogía política-democracia-pueblo, nos ubica, sin duda en importantes aportes asociados a la tarea esencial de la refundación del pensamiento político y sus posibles consecuencias prácticas. Con Laclau, asumimos que esta tarea consiste en restablecer la intrínseca vinculación entre pueblo y democracia, desde la cual poder crear las condiciones para que la puesta en escena de la multitud con sus múltiples cuerpos devenga pueblo en la configuración de su propio espacio de realización como proyecto político. El fin de la política o su retorno, depende de ello.
En tal sentido, al formular la apuesta por la distopía de las multitudes, no podemos dejar de lado la cuestión decisiva: La irrupción del pueblo entendido como un modo de subjetivación política por el que se introduce ese litigio fundamental, ese desacuerdo que hace tambalear el normal funcionamiento de los aparatos estatales y civiles policiales.
Porque esta irrupción es la línea de fuga al biopoder capitalista, que nos hace falta para saltar el límite de las heredadas figuras políticas de pueblo: «no el Pueblo mayúsculo de la Nación por fin idéntica a sí misma (…) ni el Pueblo mayúsculo de la revolución triunfante». Pero tampoco el pueblo de las imágenes que lo construyen como «población calculada y calculable» identificada y organizada conforme a criterios sociales, económicos o culturales, desde los cuales el pueblo se divide «en profesiones, clases de edad, niveles de ingreso, creencias religiosas, identidades culturales hábitos de consumo, opiniones políticas, necesidades de salud o de educación, intención de voto, etc.». Imágenes, unas y otras, productos del delirio malo, dice Larrosa.26
Asumimos, pues, una concepción de pueblo que implica romper con la comunidad hobbesiana, como sociedad civil, atravesada por la incapacidad fundamental de construcción de una voluntad política, toda vez que es pura representación consagrada como único ejercicio político y, por ende, negadora de la potencia como fuente de las decisiones irreductibles e intransferibles.
Una concepción que, igualmente, comporta resistir al discurso de la razón técnica en el cual la política se subordina a las posibilidades de realización de una gestión administrada. La apatía política del burócrata, por ejemplo, expresión de esta racionalidad, es de suyo una toma de partido por lo existente, una ética weberiana de la responsabilidad, mínima moralia, y operación de una ideología que se presenta a sí misma gobernando las prácticas de la vida cotidiana, por medio de un posicionamiento pretendidamente profesional y no ideológico.
Recordemos a C. Schmitt en el concepto de lo político, y en Legalidad y legitimidad, donde arguye que la política es una lógica amigo-enemigo. Por eso, el pueblo no es universal, razón por la cual discutir sobre la constitución del pueblo es establecerse en una toma de partido, en cada uno de sus momentos y en la constitución del devenir de sus prácticas. Esto supone de suyo una ruptura completa con el régimen de opinión que controla el deseo, tal cual lo plantea Žižek, régimen en el cual la felicidad ya no pertenece al orden de la verdad sino al de la opinión, lo que significaría que ser feliz es más o menos igual a consumir masivamente algo con lo que estamos o no de acuerdo.
Salir del estado de postración seductora de la postpolítica y su característica «interpasividad acelerada extrema del individuo, en cambios que nada cambian» (Žižek), nos obliga a romper el oportunismo del historicismo evolutivo tanto en la práctica política como en el mundo de la teoría y, por torsión o ejercicio de la voluntad, crear los momentos de quiebre y de ruptura. Nada de esperar. Nada llega o viene dado. Hay que hacer estallar al capital y sus lógicas desde la explosión increíble del poder de la potencia constituyente de la democracia de base. Dicho así, el poder constituyente de la multitud corporeizado en el pueblo como su límite político.
Lenin lo sabía: «La revolución sólo puede ser autorizada sino por si misma». Nada es prematuro ni tiene hora adecuada para una cita con la historia, el acontecimiento se crea en la contingencia del cuerpo múltiple de la multitud y su condición de devenir límite de sí misma, su devenir pueblo. Es decir, las condiciones del pueblo en tanto decisión y construcción son creación de sí mismo. De ahí que, siguiendo a Žižek, sea vital «una nueva forma de recuperación y politización socializada de la política».
Esto es una necesidad del pensamiento político para lograr un lenguaje común entre las multitudes y al interior de él mismo, pues la política no es tal sin un sistema de traducción y un régimen de interpretación y enunciación, y además, para poder comprender lo que se ha vuelto o no obsoleto en las prácticas y en los conceptos. Más aún cuando se trata de una constitución deconstructiva desde lo político que actúa como articulación contingente de la diferencia y la equivalencia, operando como virus descompensador de distintos campos y sus lógicas, desmontando allí, dentro del movimiento expansivo del capitalismo globalizado, relaciones como las que instaura el dinero.
Esta constitución deconstructiva, lo es también del consenso esperado por la teoría liberal burguesa o por el sueño reformista que pretende “el gobierno de todos”, como cancelación del conflicto, propia de la política. Desde los tiempos de Maquiavelo, tal constitución cruza toda la tradición revolucionaria del pensamiento cívico-republicano, en oposición a cualquier refundación de la política como expresión de cualquier forma de metafísica.
En esta tradición, la tensión existente entre el momento político de la representación y la acción directamente democrática se resuelve en un juego de asimetría e identidades traductoras, donde el poder delegado en el representante es sólo un instante y debe volver cuanto antes, intacto a la actividad inmediata y contingente del pueblo, pensado como ejercicio de su propia hegemonía. Porque si la construcción política de las equivalencias es absorbida completamente por el marco institucional de la representación, se rompe la cadena de equivalencias, cesa la heterogeneidad social del antagonismo (la base del conflicto) y sólo quedan diferencias susceptibles de ser negociadas en el acuerdo. Entonces, el pueblo se disuelve en la instauración del nuevo sistema de exclusiones y también cesa su existencia. Es abolido por el régimen de la administración de los hombres y de las cosas, como dijera Marx.
Si, por el contrario, se asume la diferencia como base de la constitución del pueblo y de las equivalencias, distribuyendo el conflicto político en la sociedad toda, entonces la construcción de cualquier hegemonía inclinará el equilibrio inestable que habita toda representación a favor de la subjetividad de la participación protagónica y las decisiones serán conflicto-consenso en el devenir acontecimiento de un sujeto. La proliferación de puntos de conflicto y los nuevos antagonismos conseguirán una relación de correspondencia traductora en la expansión horizontal de la política de las equivalencias en un lenguaje que articula simbólicamente las demandas a favor del afianzamiento de la nueva hegemonía.
Este es el desafío intelectual actual más importante a la luz de los acontecimientos vividos y por venir al interior de la subjetividad política, es el reto de cualquier saber impugnador, a la hora de pensar la democracia de las multitudes, el pueblo y los sujetos. Porque se trata del momento compartido de realización de la potencia, en que el poder pasa a ser pura apariencia y no ejercicio de la fuerza, ahora igualmente distribuida en otro despliegue del poder, lo que implica la eliminación de toda opacidad por efecto del poder libremente asumido y emancipado de todo monopolio de la fuerza, por la intervención hegemónica del pueblo y su voluntad política colectiva contenida en la libre solidaridad con las prácticas significativas (Laclau) que van surgiendo. A esto llama Laclau, convocando a Marx y a Gramsci, realización del proyecto emancipatorio.

Si esto se lograra, podríamos gritar con los comuneros de París, del 18 de marzo de 1871: «Viva la Comuna, viva la República Social». ¿Podrán estos nuevos lugares, como en las antiguas Comunas de Francia, o en los Consejos Comunales surgidos a lo largo de decenas de luchas en todo el mundo, llamarse también, como fueron originalmente designados: Amistad?27





CITAS
1· "Desde ya, políticamente es imprescindible distinguir entre lo público estatal y lo público como lo común. Justamente una de las características de una diversidad de accionares políticos de los últimos tiempos es que suelen no girar al interior de los marcos públicos-estatales. De allí la dificultad que muchos políticos e intelectuales presentan para entender las lógicas colectivas que se ponen en acción en estos movimientos". A. M. Fernández, Política y subjetividad, Buenos Aires, 2006, p. 18
2· "La figura del ciudadano moderno hereda, en realidad, la doble naturaleza del monarca medieval, sintetizada en la antífrasis de Pater et filus Iustitiae. Esto se resuelve, en el derecho político tradicional, en la figura de los dos cuerpos del rey (uno que muere y otro, su investidura, que no muere). En el caso del ciudadano, esta contradicción se expresa en su doble condición de subjectum y subjetus (sujeto y objeto) de la Ley. La pregunta que entonces surge es: ¿Cómo se puede ser soberano y súbdito a la vez? Este interrogante deriva directamente de la quiebra de la idea de la trascendencia del poder; es lo que ninguna teoría política podrá responder. En definitiva, la doble condición encarnada en la figura del ciudadano abre ese impase que hace manifiesta la radical indecidibilidad de los fundamentos de todo orden legal (su naturaleza en última instancia mítica, según Laclau). En tanto que encarnación de la soberanía, el ciudadano es, en fin, lo que hace agujero en el ámbito reglado de lo político-jurídico". E. J. Palti, Verdades y saberes del Marxismo, Fondo de Cultura, Económica, Buenos Aires, 2005, p. 13
3· Véase al respecto, R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1996.
4· Pero: «es imprescindible 'compatibilizar' y este es el verdadero problema, el principio moderno que define el poder a través de procedimientos discursivo-racionales, por un lado, con el necesario 'grado relativo de violencia' que deriva de su institucionalización, por otro lado». A. Maestre, El poder en vilo, Tecnos, Barcelona, 1995, p. 294.
Ibid., p. 285.
6· G. Deleuze, Conversaciones, Pre-textos, Valencia, 1995, pp. 284-285.
7· Pues, "las minorías no se distinguen de las mayorías numéricamente. Una minoría puede ser más numerosa que una mayoría. Lo que define a la mayoría es el modelo de lo que hay que conformar. Un ejemplo europeo es el que postula la dominante del hombre medio, adulto, masculino, urbano... En cambio las minorías carecen de modelo, son un devenir, un proceso". Ibid., p. 271.
8· M. Hopenhayn, Ni apocalípticos ni integrados, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995.
Ibid., p. 280.
10· "Los tiempos de desbordes, de intensa creatividad colectiva -durante los cuales los grupos sociales liberan gigantescas energías- actúan como relámpagos capaces de iluminar las sociabilidades subterráneas, moleculares, sumergidas, ocultas por el velo de las inercias cotidianas en las que se imponen los tiempos y los espacios de la dominación y la subordinación. Tomar los relámpagos insurreccionales como momentos epistemológicos es tanto como privilegiar la fugacidad del movimiento, pero sobre todo su intensidad, para poder conocer aquello que se esconde detrás y debajo de las formas establecidas". X. R. Zibechi: Dispersar el poder, Buenos Aires, Tinta y Limón, 2006. p. 33.
11· H. Marcuse, El fin de la utopía, Siglo XXI, México, 1969, p. 11.
12· E. Laclau, Hegemonía y estrategia socialista, México, Siglo XXI, 1987.
13· El término griego krisis es de origen médico e indicaba "una mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento", pero también "el momento decisivo en un asunto de importancia". Su raíz krino significa "cortar", "dividir", y también "elegir", "decidir", "juzgar" (que, por extensión, se va asociar a "medir", "luchar", etc.) En todos los casos, señala un momento de decisión crucial e irrevocable. La tradición jurídica clásica se apropiaría del término para expresar "el momento en que se pronuncia una sentencia". E. J. Palti, Op. cit., p. 13.
14· J. Butler; E. Laclau y S. Žižek, Contingencia, Hegemonía y Universalidad, FCE. México. 2004.
15· J. Beneyto, Historia y doctrinas políticas, Aguilar, Madrid, 1977.
16· C. Crouch, Posdemocracia, Taurus, Madrid, 2004.
17· "En ese estadio, en esa tensión, se disuelven al afuera y el adentro. La tensión hacía el límite (emancipación), no tiene límites, limitaciones, salvo las de la propia tensión. Por eso la potencia nunca se realiza, no se materiliza en cosa, es siempre devenir inacabado. Autónomo, en tanto tensión hacia, porque sólo depende de sí. La potencia se expande en la medida que se componen y crean relaciones -que son manifestaciones de la potencia- emancipatorias. Es lo único a lo que podemos llamar poder, y depende sólo y únicamente de sí mismo. Potenciar, intensificar, es entonces profundizar la trama de relaciones procurando evitar que se congelen en formas de dominación". R. Zibechi, Op. cit., p. 29.
18· J. Rancière. El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996.
19· Ibid, pp. 18 y 25-26
20· Ibid., p. 45.
21· "Badiou anuncia así el tema de una nueva obra, Ser, aparecer, verdades (…). De todos modos, lo que Badiou señala aquí es una aporía inherente a su modelo que ninguna reelaboración subsiguiente podría resolver: el Ultra-Uno, lo que media entre sí y el vacío y hace advenir al Ser al acontecimiento, no es algo definible dentro de dicho modelo, tornando así indecible la distinción entre acontecimiento y seudoacontecimiento (como señala Laclau, "la distinción entre Verdad y simulacro no puede, en definitiva, formularse porque no tiene lugar de enunciación dentro del sistema de Badiou"). El Ultra-Uno es, en última instancia, sólo el nombre puesto a un problema, un índice dirigido a aquello que el sistema de Badiou presupone pero no puede pensarse desde el interior de sus marcos (en sus palabras, se trata de una "inversión", es decir, "una paradoja convertida en un concepto"). Y es en él también que dicho sistema revela su sentido último. Esto se expresa en la presencia implícita, pero nunca articulada, de una segunda torsión en su modelo. En efecto, tras las fisuras del concepto de Ultra-Uno, es decir, tras lo que llama "la segunda de las paradoja de la acción" (la de un acontecimiento a sí mismo), que genera la primera torsión, subyace una segunda torsión que indica la autorreferencialidad acontecimiento que se engendra a sí mismo), que genera la primera torsión, subyace una segunda torsión que indica la autorreferencialidad acontecimiento desplegada del sujeto. "Por una suerte de inversión de las categorías de las categorías, yo ubicaría al sujeto del lado del Ultra-Uno -pese que él mismo sea el trayecto de múltiples (las indagaciones-), el vacío del lado del ser, y la verdad del lado de lo indiscernible". E. J. Palti, Op. cit., p. 190. La obra de Badiou a la cual refiere Palti es Breve tratado de ontología transitoria, Gedisa, Barcelona, 2002.
22· Sobre este asunto, una importante contribución es la hecha por E. J. Palti, en los siguientes términos: "En efecto, el derecho de insurrección o de resistencia a la opresión, en que el carácter del ciudadano de subjetum de la Ley viene a condensarse, es, al mismo tiempo, fundamental y destructivo de todo ordenamiento jurídico-político. En principio, la constitución de un orden tal supone la renuncia al ejercicio de tal derecho (puesto que, de lo contrario, nos encontraríamos aún en el estado de naturaleza). Sólo así puede el ciudadano subsecuentemente ser soberano de sí. Pero una vez que renunció a dicho derecho, deja, obviamente, de ser soberano, con lo que (además de ser contradictorio) todo el orden jurídico, fundado ahora en una soberanía ya inexistente, se vería también privado de su base de legitimidad. En definitiva, la existencia de un orden republicano supone el ejercicio permanente de ese mismo derecho soberano que lo hace al mismo tiempo imposible. El derecho de insurrección (la democracia) es la condición de posibilidad imposibilidad de lo político, su límite último. La llamada tradición liberal no es más que la historia de los distintos modos de articular esta aporía, rodear este vacío constitutivo de lo político sin poder nunca llenarlo. Su presupuesto implícito (el derecho de insurrección) es también lo indecible dentro de su forma particular de discurso. De allí que en la tradición liberal las paradojas relativas a la soberanía popular se vean obturadas en el nivel de la Ley en tanto que índice que revelan su aporética intrínseca, es decir, como constitutivas de sus mismos conceptos, para reducirse a cuestiones de lo que en la teoría legal se denomina adjudicativo (la aplicabilidad de una norma general a un caso particular), esto es, a aspecto conflictivos". Op. cit., p. 137.
23· J. Rancière, Op. cit., p. 128.
24· Ibid., p.153.
25· Ibid., pp.170-171
26· J. Larrosa. "Inventar un pueblo que falta", en su libro Entre las Lenguas. Lenguaje y educación después de Babel, Laertes, Barcelona, 2003, pp. 274-275.
27· Véase Jules Michelet: El Pueblo, Fondo de Cultura Económica, México, 2005.