viernes, 13 de abril de 2007

PODER POPULAR, PODER CONSTITUYENTE
PODER POPULAR: ENSAYO II

II

DE LA REVUELTA A LA REINVENCIÓN DEL PUEBLO

Para que la comunidad política sea más que un contrato

entre personas que intercambian bienes o servicios,
es preciso que la igualdad que reina en ella
sea radicalmente diferente a aquella según la cual
se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios.

J. Rancière.



Adiós a la sociedad civil

…a partir de la noción deleuziana de multiplicidad,
se trata de pensar algunas dimensiones
desde donde operan en determinadas situaciones los colectivos sociales.
Cuando las lógicas colectivas operan en multiplicidad toman
formas rizomáticas y establecen redes que multiplican acciones colectivas
por fuera de los paradigmas de la representación,
donde multiplican pero nunca se repiten, mutan todo
el tiempo en redes moleculares en formas organizativas que resisten delegaciones,
jerarquías y liderazgos fijos.
De allí entonces la importancia política de la cuestión.

A. M. Fernández.



Cambiemos de recurso. Hagamos una breve visita al mundo de las situaciones ideales, incluso, toquemos el camino de la patafísica o universo de las soluciones imposibles, como dijera Baudrillard, y precipitemos algunas conjeturas desde esta pregunta: ¿Puede la sociedad civil representar lo irrepresentable, es decir, a las multitudes, al devenir del poder constituyente?
Ya hemos hablado abundantemente sobre lo civil, noción asimilada desde el discurso liberal burgués como ciudadanía. Sin embargo, no está demás insinuar que en torno a esta idea manida se teje una gran variedad de usos lingüísticos difusos por parte de aquellos que quieren enfrentar los cambios, pese a lo cual el término “sociedad civil” forma parte del régimen de sentido que hace posible la auto comprensión del Estado por medio de su propio relato, su auto-justificación, su propia ficción existencial. Mientras funciona como una máquina simbólica que regula todas las funciones sociales, conforme al mito de la comunidad idéntica a sí misma. Es decir, para producir un “estado de desorden homogéneo”, es necesaria una máquina de control que articula un orden diferenciado y actúa por homogeneización, hoy inseparable del dispositivo información-comunicación.
Visto así lo civil, entenderemos por qué opera como un proceso de institucionalización jurídica de la actividad pública de los ciudadanos y de su participación política. Es decir, como máquina abstracta de coerción y expropiación del sentido, a favor de la opacidad general: dispositivo de unificación de la opinión en torno al régimen de sentido dominante que va transfigurando lo político como esfera autónoma de sentido.
La máquina de sentido de la que estamos hablando es, de suyo, biopoder instalado en la corporeidad desde el momento en que el hombre libre de la calle se asimila el rango de ciudadano y entra a participar en la vida pública por medio de la delegación y la representación. Representación que le da forma y legitimidad a lo social e institucionaliza un comportamiento público específico: la opinión pública, es decir, la opinión como suma y aplanamiento general, como dimensión estadística metafísica de lo social, como abolición de la diferencia reducida a juego de mayorías y minorías y su consulta, como sustitución de la acción directa responsable y límite por saturación del espacio democrático burgués.
La vida cortesana de los salones señoriales, es sustituida, es traspasada a los atributos de la persona pública con derechos civiles, en un ambiente difuso de “opiniones libres”. El signo público busca un modelo ideal de pueblo que se hace representar en organizaciones solidarias de la ley del interés privado al que se debe, y todo movimiento queda atrapado en la forma-visibilidad del régimen de opinión1. El ceremonial de lo justo y lo legal se funden al interior del dispositivo de este régimen que produce y encuentra en la garantía de una sociedad de los civiles, la razón de toda sociedad. De manera que el espacio civil pasa a ser el lugar de todos los principios liberales: igualdad, fraternidad y libertad sólo pueden ocurrir dentro de este campo de efectos.
La operación simbólica aquí descrita es producción de opacidad general, negadora de la diferencia y el conflicto, es al mismo tiempo la producción de un concepto de pueblo extensivo a población de habitantes, a número de pobladores capaces de formularse una opinión y de lograr acuerdos sobre algunos temas. La reducción del pueblo a esta figura, lo coloca como dificultad y límite para pensar la revuelta y, más aún, la resistencia que deviene interrupción del orden de la dominación, pues el concepto mismo es elaborado en términos de subordinación a lo civil como núcleo dominante de toda articulación paralelaje y como punto de constitución de la ciudadanía como totalidad de intereses consensuales.
A la afirmación de Negri según la cual la sociedad civil desconoce el despotismo del Estado y el de la fábrica, agregamos que también desconoce las formas de control institucional que van de la escuela a la cárcel, al presentar a la sociedad como consustanciada a la naturaleza misma de la ciudadanía. Aquí, las representaciones del dispositivo de control se instalan como mentalizaciones en el proceso de separación y mitificación de las relaciones sociales. La razón, entonces queda encarnada en el espacio público que regulará lo político desde el régimen de opinión. A esta reducción simbólica la llaman democracia representativa, donde no hay posibilidad de nuevos actores que irrumpan en lo social, interrumpiendo el orden dado.
Por ello, la sociedad civil aparece sólo como una esfera de contrato social de ciudadanos, organizados o no, como dijera Hegel, con responsabilidades hacia el Estado y con sentido reformista, ya expresados en él (en el buen sentido del término). Esto hace pensar a muchos que se trata de una sociedad aparte, formada por ciudadanos libres de compromiso y con poder, pero de lo que se trata es de un movimiento estriado de subjetivación que permite al Estado actuar desde la ciudadanía manteniendo su aparente carácter de poder separado, pues el biopoder es una operación compleja que no es posible sin la producción misma de la subjetividad.
Precisando un poco más, la sociedad civil, hoy, es un dispositivo de subjetivación que actúa por agenciamiento del dispositivo información-comunicación. Sus opiniones reflejadas mayoritariamente en los medios se convierten en las únicas capaces de generalizar una fuerza válida para ser controladora del poder del Estado, de manera que un Estado que se piense a sí mismo fuera de esta esfera, será de suyo ilegítimo para el modelo liberal-burgués. Es decir, lo civil se instituye como un poder especular aparte y separado del Estado, pero es su referente fantasma, su otro complementario lacaniano, su sitio de ocurrencia. Y los massmedia, sus canales naturales y los intérpretes de sus deseos, por lo cual, el Estado separado sería un órgano subordinado a la opinión de la sociedad civil y a su régimen de opinión y de derecho.
De este modo, el marco de realidad de lo social como opacidad general es, paradójicamente, la transparencia (Vattimo) y visibilidad del sentido, que viene dado por las tendencias de opinión públicamente objetivadas en el terreno civil: medios, parlamentos, organizaciones gremiales, etc., que recogen el sentido y lo mimetizan por medio de sus voceros, distribuidores del consenso producido y empaquetado para el consumo.
Después, el ciudadano se encargará de escoger entre la oferta disponible, tendrá el trabajo de saber con qué está o no de acuerdo, se enterará de cuál es su opinión en la conversación producida en los medios. Se trata de un circuito cerrado. Estos ciudadanos2 informados-comunicados, cargados de opinión y conectados al régimen de opinión y de derecho, tendrían todo el poder social, pues desde estos saberes instalados que gobiernan lo real, criticarían y controlarían con su raciocinio todas las fuerzas de lo social contenidas en el Estado y, además, encauzarían el descontento -si éste se presentara- hasta convertirlo nuevamente en opinión mediada por locutores legítimos.
Apelemos a la pragmática norteamericana. Se trata de toda una operación que justifica la utopía habermasiana de interlocutores legítimos en condiciones perlocucionarias igualadas en la conversación por el régimen de sentido. Es el diálogo como fundamento de la democracia. Esta es la utopía democrática de los actores más avanzados del liberalismo. Hasta aquí llegan, diría Rorty. Esta es la materialización conceptual de la verdad social, su fundamento ontológico, su confort metafísico inefable e instrumental. La inteligencia mejor amueblada. Es una máquina para el recorte, para estriar y diseccionar, desde un conocimiento superior que da espesor al espacio cultural (Rorty), por medio de un tejido lleno de afirmaciones ciertas y seguras que determinan de lo que se puede hablar. Decide de antemano las series de palabras que justifican las prácticas de los actores, por medio de una narrativa.
Las personas son, según Rorty, léxicos culturales encarnados. Contenidos concretos en estatus y roles predefinidos, una moralidad histórica concreta. Vivimos buscando un interlocutor para poner en acto el llamado diálogo, para hacer posible vernos en uno de nosotros, para construir cadenas de identidades, acuerdos transitorios y siempre contingentes que, por llenar la falta de otro concepto, llamamos solidaridad.3 Es decir, producimos desde el habla el establecimiento de la barda lacaniana, el límite, la barra, como materialización del léxico último rortiano.
Para Rorty, somos productores al infinito de zona de acuerdos y valores, ninguna duda que surja puede disiparse fuera del léxico predefinido, so riesgo de ser un argumento ajeno al orden, un sin sentido y, por lo tanto, siempre una lengua extranjera, excluida del diálogo y convertida en un abismo discursivo que casi siempre es presentado como un salto al vacío. Una lengua otra, que produce la ruptura, es casi un acto terrorista al interior del lenguaje, capaz de desnudar y desmoronar la verdad que soporta todo el andamiaje real del poder-saber.

La resistencia, o el poder constituyente del pueblo

La política existe cuando el orden natural de la dominación
es interrumpido por la institución de una parte los que no tienen parte.
Esta institución es el todo de la política como forma específica de vínculo.
La misma define lo común de la comunidad como comunidad política,
es decir, dividida, fundada sobre una distorsión
que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones.
Al margen de esta institución, no hay política.
No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta.

J. Rancière


Adorno ya planteaba que esta nueva era, la de la opinión pública y la sociedad civil, abierta con la cultura de masas (para nosotros mediática), amenazaba con acabar con la utopía («es posible que la libertad envejezca sin realizarse», escribió) si no se producía otra ciudadanía. Hoy, para autores críticos -aunque optimistas, sobre el destino de lo político- como Agapito Maestre, hablar de lo político siempre refiere a un estado en vilo entre el ideal y la realidad de las sociedades posmetafísicas.
Encontrar un equilibrio entre la facticidad del pensamiento democrático y los modelos económicos de mercado es una tarea a realizar. Este equilibrio supone una revalorización de los nuevos sujetos democráticos conocidos como nuevos movimientos sociales, el manejo del conflicto aporético entre diálogo y confrontación y el derecho a la resistencia, entre lo constituyente y lo constituido que, aunque extrajurídico, se abre como una posibilidad para la apertura de nuevos espacios públicos, como bien lo intuía Arendt4.
Esto supone un estado permanente de control y acorralamiento del poder tradicional, hasta su desmoronamiento por parte de las esferas públicas surgidas de los nuevos mundos de vida a favor de una ciudadanía heterogénea: «La única manera de que el poder político no degenere en estrategia, fuerza o violencia es que únicamente sea utilizable para mantener la praxis de la que ha surgido, o sea, un espacio público político no deformado por ningún tipo de acción estratégica».5
Desde esta posición, se apuesta a que lo político tenga algo más que un destino agónico, pues su futuro estaría sujeto al reservorio ilustrado de la herencia crítica de la Modernidad, aunque en clara ruptura con la razón instrumental y las nuevas formas deificadas de la democracia mediática. La refundación de los referentes concebidos desde la nueva subjetividad del poder constituyente, permitirían pensar la política, pensar el Estado y hasta pensar el mercado y la sociedad, desde un cuerpo de problemas comunes a otra civilidad, que estarían cruzados por la necesidad democrática de la creación de una voluntad ética-política.
Se trata, entonces, de repensar una comunidad que funde su devenir en postulados posnacionales, en la diversidad y el disenso, en una nueva generación de valores que haga la diferencia entre principio y práctica de la desobediencia civil extra-jurídica y puede volcar el estado de cosas a la arena de la construcción del ciudadano otro y a la profundización de la ética como ejercicio inacabado de la libertad (Foucault). Así, el resurgir de la política sería la utopía de la densificación del ciudadano. Retomar y fundar esta utopía es una titánica tarea, pues involucra saltar la democracia vacía o democracia de los procedimientos hacia una democracia real, romper con el cinismo procedimental que entiende a la democracia como práctica puramente burocrática. Sería la radicalización del discurso de lo político.
Ahora bien, esta postura debe tomar en cuenta los cambios en la naturaleza de la sociedad y el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad del control. Sobre este paso Deleuze plantea un cambio de discusión, o en otros términos, cambiar de registro y analizar a las sociedades desde el modelo civilizatorio de la cultura dominante, que no es exactamente el modelo institucional disciplinario. Adentrarse en el nuevo papel del dominio mismo en lo que se denomina nuevas configuraciones de sentido: «El estudio socio-técnico de los mecanismos de control… debería ser un estudio categorial capaz de describir eso que ahora se está instalando en el lugar de los centros de encierro disciplinario, cuya crisis está en boca de todos».6
En efecto, para Deleuze, al hablar del control hay que remitirse a las nuevas subjetividades contenidas en estos procesos y a las colectividades de sentido que se configuran, asegurándose nuevos espacios, aún no imaginados, más allá de la red institucional existente, desplazando la agonía de la cárcel, la escuela, la familia, etc., y recreando lo social desde la trilogía pensar-crear-resistir. Hoy, «solamente se pretende gestionar su agonía», dice Deleuze, al referirse a las actuales esferas de dominio en donde no será posible seguir afirmando la democracia como un juego de representación de mayorías y minorías.7
Y, como admite Martín Hopenhayn8, ni el desencanto ni la perplejidad son el final de la historia, son en todo caso el fin de un pensamiento utópico que apostó su suerte a la mediación y a la filosofía del diálogo. Numerosos relatos se mueven en el terreno de las nuevas utopías, otras apuestas en desarrollo comienzan a abrirse paso más allá del discurso político, múltiples estrategias de bajo perfil estallan por todas partes y la idea mitificada de las masas ya no cuenta con el mismo peso en los análisis, el pueblo como multitud autoconciente protagoniza este momento.
En este sentido, resulta pertinente la pregunta que se hace Hopenhayn: «¿Qué le queda a nuestras realidades precarias y tensas si no podemos recortarlas sobre el horizonte de sentido capaz de trascender esa misma precariedad y tensión?»9. La respuesta, vuelve a ser utópica, pero ahora apuntando hacia la heterogeneidad de nuestro continente como necesidad de contestación cultural y resistencia creadora, en tanto que nueva voluntad ético-política que compromete al cuerpo, a todos los cuerpos10.
Retomando a Marcuse, este tipo de planteamientos delinea las nuevas posibilidades de la sociedad humana como cambio y ruptura: «Las nuevas posibilidades... ya no pueden ser tenidas como simple prolongación de las sociedades anteriores, ya no pueden ser concebidas dentro del mismo continuo histórico, sino que representan una ruptura con tal continuo»11, alejándonos de cualquier catastrofismo neoconservador, pues de lo que se trata es de abrirse paso en la ambigüedad de la catástrofe del monstruo animado del que habla Mészáros.
¿Cómo salir del laberinto del régimen de opinión? Pese a que para algunos hay un Laclau reformista que apuesta la suerte de la democracia a los cambios graduales, desde nuestra lectura, en cambio, en E. Laclau, hay una propuesta revolucionaria e impugnadora de fondo. Según este autor12, la elaboración intelectual de una conciencia común, a veces lleva siglos, pues, refundar las ideas y llenar los conceptos implica un trabajo de orfebre-explorador, que lleva a la heterogeneidad social como fuente de lo deficiente y fallido de todo concepto en su intento reductor.
En la indecibilidad, la decisión es crucial, dice Laclau, apelando a Derrida. Lo indecible e indecidible se resuelve por vía de la construcción de una solución al antagonismo fundante, por medio de una hegemonía (un universal contaminado, que se asume como un todo y niega a la otra parte, dirá Laclau), que supone una acción de institución política y una teoría de la decisión tomada. Según Benedetto Croce, el eterno conflicto entre ética y política, este dualismo aparentemente irreconciliable, se resuelve por medio del concepto weberiano de acción responsable.
La identificación con este campo de decisiones genera el sujeto de una subjetividad históricamente integrada. La visibilidad de los actos de institución originarios es la dimensión central de la política como vínculo, ya que dichos actos son los articuladores contingentes de tal hegemonía y sus relaciones, creando redes multimoleculares, puntos de agenciamiento, conexiones que instalan circuitos. Rasgos mínimamente identitarios, relaciones colectivas, pues donde hay paralelaje se establece un agenciamiento.
La política así pensada se arroja fuera de toda metafísica de la reconciliación y se coloca al interior de la vida, pasando a ser su condición generativa. Este es el sentido de la política como articulación de la equivalencia en una voluntad colectiva. De esta esfera de sentido surgen las representaciones de «el cemento orgánico unificador de un bloque histórico» (Gramsci). A este interior, todo objeto se constituye en objeto de discurso. Quede claro que no estamos hablando de la materialidad de un solo antagonismo o de un puñado de contradicciones surgida de un solo punto. Diferencia, inestabilidad y negación pueden producir distintos devenires antagónicos y las cadenas de equivalencias también pueden ser radicalmente distintas unas de otras, afectando las identidades, creando derivas y perturbando la producción de la política como espacio unificador.
Cuando una cadena de eventos rompe la cohesión hegemónica, Gramsci habla de crisis13 orgánica, que no es lo mismo a decir una nueva hegemonía. Pero, las condiciones de posibilidad para la emergencia de nuevas formaciones discursivas surgidas de un campo surcado de antagonismos, pueden o no cristalizar hegemónicas.
En una coyuntura de crisis orgánica, se produce una crisis generalizada de identidades sociales donde proliferan los antagonismos y surge multiplicidad de puntos que sobredeterminan nuevos discursos, se aceleran y desaceleran procesos, irrumpen devenires y se produce un debilitamiento generalizado de las cadenas de equivalencias dominantes (crisis de representación, crisis del régimen de visibilidad de la mediática, por ejemplo). Todo el sistema relacional de la antigua hegemonía se desmorona al no conseguir correspondencia para sus discursos en la nueva hegemonía.
Las cadenas de equivalencias no ocurren en otros terrenos que no sean los reales: El barrio, la calle, la esquina, la fábrica, la escuela, el club, las organizaciones sociales, etc. Una vasta región dispersa de espacios que se cierran y abren en cada momento produciendo campos semióticos de elementos flotantes y en constante redefinición, tendencialmente relacionales en una formación discursiva, al devenir en un bloque histórico. En el devenir, éste adquiere de momento la frontera para la materialización en una formación histórica hegemónica que expulsa fuera de sí toda inteligibilidad, todo exceso de sentido distinto que lo subvierta.
Cabe recordar que la hegemonía es un tipo de relación política dominante que no acepta su negación, aunque admite la disputa sobre sus significantes, ya que es una forma heterogénea fuerte que contiene a otras y decide los límites sobre otras formas. Por ejemplo, las formaciones discursivas revolucionarias y democráticas que someten al dominio existencial de sus ideas-fuerza, a otras formaciones discursivas débiles, reconstructivas o rectificadoras de la opacidad general.14
Pensar siempre en aquello que está ausente, que aún es opaco, es el camino a la unidad que siempre se retrae en la necesidad de una construcción social contingente, a prácticas parciales que articulan hegemonías. Aquí encontramos un punto de partida para el resurgimiento de la figura pueblo. Se trata, en primer lugar, de una decisión teórica, o dicho de otro modo, de una categoría política que viene de la tradición maquiavélica y no de un dato estadístico de la estructura, como plantea Laclau. No es un grupo dado o una población territorial, es un acto de instauración constituyente de un actor como demanda de la pluralidad concreta, formado de elementos heterogéneos cristalizados en memorias y prácticas sedimentadas que suponen de suyo una asimetría entre comunidad como lo uno, como totalidad sin fisuras, y la plebe o pueblo pobre, el pueblo bajo de Maquiavelo.
Esta es una categoría construida como multiplicidad unificada sólo políticamente, es virtud y fortuna para el control del mal, que se conjura por medio de técnicas para la conquista y conservación del poder por parte de «una parte que es el todo» (Laclau), como fuerza de la «parcialidad universal e histórica dominante», de una hegemonía de las mayorías, parafraseando lo que por hegemonía se entiende, en términos de A. Gramsci: hegemonía democrática no sintética, no reconciliadora, que niega cualquier gradualismo seductor de la política a administración. La política se construye como proyecto ético, a diferencia de la política como centro de la decisión y el control.
La idea maquiavélica de democracia cotidiana, que es una conquista civil (lo civil tenía en la época de Maquiavelo una dimensión distinta –la política y el temor a la muerte como el comienzo del Estado-, a la que interpretan los defensores de la autoproclamada sociedad civil), es una idea recogida por Laclau, para, desde allí, dar cuenta de mediaciones y choques de actores que construyen ritualizaciones, discursos, prácticas, legitimidades: hegemonías en un tiempo y en un espacio dado, es decir, en la construcción de los juegos de lenguaje de un campo de delimitación.
Maquiavelo, en este sentido, refiriéndose a la política, la figura como un enjambre de hombres en eterno conflicto. Un tinglado de intereses cruzados por pasiones, historia y vida cotidiana. Desde ese punto, Gramsci encuentra el lugar de la lucha de clases, mientras que para el construccionismo liberal sólo se trata del lugar del espacio público burgués. Más o menos contractualista y neutra como la de Hobbes o Moro, y sus teorías sobre el poderío del Estado, la dicotomía naturaleza-sociedad civil (proyecto racional)15.
Entonces, para nosotros, no hay pensamiento político neutral. Se trata, por un lado, de tomar partido por una corriente epistemológica que construye un régimen de verdad propio y emergente, y por otro, de asumir nuestra contradicción con las corrientes que se asimilan a la noción de sociedad civil y que asumen al Estado como instrumento que debe ser conservado, o en última instancia, renovado por etapas, por ejemplo, por medio de la presión de la representación.
De ahí que reconozcamos la importancia de los aportes de Gramsci, quien retoma la tradición maquiavélica para entender la República como la suerte de laberintos y trampas que hay que sortear para que el Príncipe Moderno cambie la realidad. Ese Príncipe, no es la casta, la clase o el pueblo, es el partido, una mezcla de todo ello, inclinado hacia la clase. Este concepto, más allá del partido como institución instrumental, como ensayo de la organización contingente de una máquina de liberación del deseo en una subjetividad general, nos sirve para pensar la República a partir de una visión que entronca con Maquiavelo, con su idea de pueblo como actor no subordinado, como expresión en sí mismo de la política, no necesariamente articulado en su cadena de identidades, sino solamente a la noción gramsciana de partido.
Esta tradición intelectual es expresión de lo que Lenin llamaría «la política dirigente», cuando se pregunta: ¿Quién dirige? La política dirigente es la que crea la cadena de equivalencias. O, con Gramsci, «la voluntad política del cuerpo y sus pasiones» puestas en juego en el movimiento de transformación de lo dado. Lo que, sin duda, expresa una concepción de la historia como devenir que rompe con la causalidad y con cualquier determinismo. Lo importante de esto, es que Gramsci logra la antropomorfización mítica de la política en una figura imaginaria en un sujeto histórico contingente contraído a lo real por la torsión semiótica (en nuestros términos) del pensamiento y la voluntad política colectiva.
Un sujeto concebido como una pasión consciente construye indefinidamente el espacio político en torno de una ética práctica responsable; como una magnitud de fuerzas hecha poder, una forma de integración de múltiples historias que consiguen crear condiciones de posibilidad para construir su propio campo de delimitación (Foucault), demarcada por la capacidad coyunturalmente articulada en la política de las identidades múltiples y dispersas en prácticas que pueden ser recuperadas como poder, más allá de la potencia: La hegemonía, o el momento contingente de la equivalencia, la emergencia del rostro y el discurso. El nuevo dispositivo de saber-poder. La lengua extranjera, tan temida por los liberales de antes y de ahora.
Es decir, con Maquiavelo y Gramsci, se puede hablar de producción de subjetividad política contingente desde una problemática suscrita a un espacio-tiempo y a una forma de conflicto que mueve a algunos agentes sociales a articular un cuerpo común, para la construcción de un dispositivo de agenciamiento simbólico de la multiplicidad de fuerzas, un discurso del mundo cristalizado en un sistema de lectura y reconocimiento (se puede construir la Fortuna, diría el florentino).
Se trata de momentos de devenir que organizan relaciones y prácticas en un tinglado de distribución de fuerzas y mundos de apariencias, que tornan efectiva la aparición de un sujeto efímero o permanente, según sea el caso, en aparatos, leyes, actos de habla, eventos, etc. Spinoza, en el Capítulo IV, «De la Ley Divina», de su Tratado Lógico-político, se adelanta a Maquiavelo y a Marx (su gran lector), planteando que la sociedad es un «estado de la ley», «por lo cual individuos de una misma especie actúan de una misma forma».
Todo ocurre bajo un universo simbólico que confiere sentido al dispositivo de un nuevo mito fundador: El pueblo, Príncipe Moderno que legó Gramsci desde Maquiavelo, si lo leemos en clave de Laclau, quien en su libro Hegemonía y estrategia socialista postula la posibilidad de una radicalización de la democracia desde una teoría de lo social «constituido discursivamente» organizando la existencia material de los «hechos». Teoría que no se reduce al lenguaje, sino que abarca el conjunto de la vida humana social significativa, inseparablemente unida al momento específico de la conformación material del «bloque histórico», incluyendo la materialidad de las instituciones, prácticas y producciones económicas, políticas y culturales (a lo que Marx denomina también correspondencia, condicionamiento, hilo conductor e interrelación).
Estos son espacios cruzados por diferencias y sede de antagonismos nunca plenamente resueltos. En pocas palabras, desde nuestro punto de vista, lo social es hoy, esencialmente práctica política opaca de oportunidades siempre abiertas, en un mundo globalizado marcado por la postdemocracia, es decir, la «comercialización de la ciudadanía» como principio organizador de la participación, en términos de C. Crouch. 16
El pueblo, el de una ciudadanía otra, es otro sentido y es entendido por Laclau como «lenguaje y práctica» constituyentes de lo real, es emergencia de sí mismo, lugar de la diferencia que insurge para luego devenir hegemonías, es decir, un nuevo paraje de registro, marca, estratificación, territorialización, efectuación material y simbólica no suturable, pues él ya es sutura de lo social. Dicho de otro modo, es fuerza que funciona accionando tinglados de redes de dispositivos desde un multicentro de gravedad de la existencia de distintas formas de existencia, produciendo subjetividad política que dispara fuerzas o líneas de devenir de novedosos consensum gentium. Se trata, dice Laclau al referirse al pueblo desde un lugar más allá de cualquier ontología metafísica, de una materialidad concreta, pues es el momento transparente, no representativo, es decir, el terreno constituyente de otra subjetividad política.
En la tradición del Romanticismo que fundamenta algunos valores y principios de la Modernidad, el antagonismo es visto como la encarnación del mal. Pero para el discurso que estamos compartiendo, el antagonismo es constitutivo, no sólo de la política sino también de toda forma de convivencia social, pues ésta es un espacio de reglas donde la regla principal es ponerlas en cuestión, porque «no hay tablero ni piezas fijas y hasta se puede patear el tablero» (Laclau). Romper las reglas es un asunto de fuerzas en ejercicio en la constitución de una hegemonía y no del orden de la construcción de acuerdos, toda vez que, como sostiene Laclau, en el momento político predomina el antagonismo sobre cualquier otra forma agonística del juego.
Aquí, el marco acordado para el consenso viene dado por el límite del poder puesto en juego, por la distribución de las fuerzas y sus tensiones. Hasta ahora, el mercado ha sido el gran administrador del juego, subordinando la política al llamado consenso del mercado, en donde la ley del más fuerte es también opacidad. Una nueva hegemonía significaría también, en este sentido, una ruptura, nuevas reglas y además nuevas piezas en otro tablero. Necesitamos de otro alfabeto que ponga algunas cosas en su sitio (fundar otro lugar, diría Foucault).
Entre otras cosas, ese alfabeto que falta, nos dice del lugar de efectuación simbólica del grupo mayoritario de la así llamada sociedad civil y de sus dirigentes, es decir, a qué lógica de sentido responden las funciones articuladas a representaciones, valores, códigos, registros y lenguajes desde donde se sedimentan los intereses básicos de lo civil. Vamos a insistir. La sociedad de lo existente, lo civil como esfera de los ciudadanos idénticos a sí mismos y la opinión pública responsable, va de la mano de los medios y sus operadores.
Estos son algunos de los registros afectados por la irrupción de la subjetividad política emergente del poder constituyente, por la existencia política de sujetos colectivos instituyéndose como pueblo. Pero, precisemos. El pueblo no es un objeto apriorístico, es estado de fuerzas: nominación y contingencia, singularidades múltiples, formas sociales fluctuantes y reales que se constituyen políticamente como hegemonía, como lazo afectivo-simbólico, desde la fabulación de sí mismo y sus nuevas rostricidades emergentes. Es decir, fuerzas que se materialicen en la fisicalidad de prácticas individuales y colectivas, e incluso en liderazgos, como expresión de la totalidad parcial hegemónica, en la fisicidad de una voz y un discurso que contiene múltiples voces y múltiples discursos, más allá de cualquier teleología kantiana o hegeliana.
Compartimos con Laclau que el paso de una hegemonía a otra diferente involucra un salto, una ruptura total en lo político y un quiebre en el régimen de sentido, así como un acto ético emergente subversivo. Así, el pueblo es emergencia activa y palabra transgresiva en una nueva equivalencia articuladora de una pluralidad articulada y constitutiva, que no tiene su fuente en nada externo así mismo. Nosotros agregamos que es el momento del salto cuántico, la realización de la potencia que se hace poder constituyente.
Laclau refiere a las condiciones históricas «que hacen posible la emergencia y expansión de las identidades populares», e insiste en la multiplicación de demandas sociales cuya heterogeneidad es conducida a ciertas formas de unidad, por medio de formas políticas equivalentes distintas a las formas de valorización del mercado y de su régimen de sentido. El pueblo no es un objeto puro del cambio, es equivalencia política, no identidad metafísica. Por eso el secreto de la política consiste en construir subjetividades políticas, en romper con la homogeneización social del gobierno del capital, pues la política no es determinismo, es lucha y resistencia, liberación de prácticas que resisten al gobierno del capital globalizado. Es acto de construcción de una voluntad de poder, en el sentido nietzscheano.17
Al igual que Negri, Laclau entiende al capitalismo como red extensiva de relaciones no cerradas, gobernadas por la mercancía como forma básica no puramente económica, sino como complejo de lógicas y estrategias, situaciones y movimientos hegemónicos y autónomos de discursos y lenguajes contentivos del dominio y sus consensos, en donde todo se articula a «las diversas posiciones subjetivas de los actores sociales en una gama limitada de variación horizontal». Pero, a diferencia de Negri, define al pueblo desde y más allá de la multitud, es decir, desde la política como límite, como configuración singular de la potencia ético-política del cuerpo en su devenir.
El pueblo, para Laclau, no puede darse por sentado, es construcción histórica que necesita de líneas simbólicas de delimitación real, para la identificación del enemigo (no identidad con él) como unidad no equivalente, para establecer la necesaria ruptura con lo mismo, «lo que está al otro lado», el enemigo actuando como dispositivo de enunciación y simbolización, es decir, como productor de una parte antagónica.
Desde luego, tales planteamientos nada tienen que ver con la política y con la democracia entendidas y ejercidas como conjunto de técnicas de gestión de los cuerpos individuales y colectivos para ponerlos en orden al orden, ni con las luchas por el poder, con la construcción de consensos o la negociación de intereses, sino precisamente con la interrupción de ese orden y de ese poder, con lo que pone en cuestión la normalidad de funcionamiento de la política, de la democracia consensual, sin demos y, por ende, de su auto-representación como gobierno del pueblo.
Por ello, ofrecen valiosas pistas para responder a las preguntas ¿Qué pasa cuando se desatan las palabras ajenas al orden? ¿Cuando los sin parte y sin palabra irrumpen trastornando lo que llamamos democracia y política? En el caso de los legitimados portadores del discurso político y los voceros de la sociedad civil, pasa que no sólo rompen su imaginario vínculo con la parte que no se deja representar, sino que fabrican esta parte como “lo salvaje” incapaz de palabra política y de acción política. Precisamente, cuando la incapacidad está del lado de quienes no pueden reconocer que tal irrupción es, al mismo tiempo, la interrupción de la política y la democracia reducidas a la fabricación de consensos y a la gestión y negociación de intereses, entre otros.
Con la irrupción de los cuerpos sin parte y sin palabra en la escena pública, trastornando lo que llamamos democracia y política, aparece el litigio fundamental por el que hay política y hay democracia: el litigio por la parte de los sin parte y sin cuenta. Es el litigio el que, como muestra Rancière18, introduce el pueblo como modo de subjetivación política, es decir, la inscripción polémica del desacuerdo que introduce el pueblo poniendo en cuestión el funcionamiento de los aparatos policiales estatales y civiles, e instituyendo a la comunidad política como “comunidad” de lo justo y de lo injusto. Rancière nos dice, al respecto:
… es a través de la existencia de esta parte de los sin parte (los pobres antiguos, el tercer estado, el proletariado moderno), de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política, es decir dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus “derechos”. El pueblo no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad y la instituye como “comunidad” de lo justo y de lo injusto

  • … La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpida por la institución de una parte de los que no tienen parte. Esta institución es el todo de la política como forma de vínculo. La misma define lo común de la comunidad como comunidad política, es decir, dividida, fundada sobre una distorsión, que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones. Al margen de esta institución no hay política. No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta.19
Lo que Rancière nos da a pensar es que la condición de posibilidad de la política y de la democracia, es el hecho de que la multitud múltiple de sujetos sin propiedades y sin esencias se instituyen como pueblo recurriendo, para hacer valer su existencia política a su única propiedad: la libertad. Precisamente es esta condición lo que hace de la política «un tipo de acción paradójica» y el tiempo de una ruptura específica con la lógica del arkhé, es decir, un más allá de la lógica binaria del poder expresada en «quién lo ejerce y quién lo sufre».
Y así como la democracia -instituida por el pueblo, el demos- es la lógica de sentido de la política, el pueblo no es, coincidiendo con Laclau, «un conjunto de miembros» de la comunidad, clase o población cualquiera, es sujeto político que deviene tal cuando aparece la cuenta de los incontados, la parte y la palabra de los sin parte y sin palabra, interrumpiendo la naturalidad de la democracia sin demos, el orden de la dominación. Así pues, cuando la sociedad civil cuenta la totalidad de la comunidad, el pueblo es otro cuento y otra cuenta.
La política, así pensada, es línea de fuga y visibilidad de otro contenido que concurre al trazado de la articulación de la diferencia por estrategia de plano de consistencia, en donde las partes sociales, en tanto que diferencias evanescentes, reconocen su existencia política y la hacen valer en la comunicación del desacuerdo referido a los sentidos del bien y de lo justo. Por eso, la acción política «es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido»20.
De ahí que la política es antagónica a la homogeneidad de lo uno, cuyo principio es la opacidad de un régimen que actúa por negación de ese litigio fundamental que no refiere a ningún conflicto de intereses entre las partes ya dadas, sino a la cuenta misma de las partes; que tampoco alude a una discusión entre interlocutores sino a las formas de confrontación de la lógica de la gestión de los cuerpos, funciones y lugares, desde la lógica política de la igualdad que introducen los sujetos cuando su acción desajusta toda representación de los lugares asignados.
Llegados a este punto, podemos sostener que, hoy, la tarea de repensar la política y la democracia implica liberarse de las ideas de política y democracia asociadas a la circularidad de la lógica consensual, el modelo del “contrato social” y la determinación del pueblo fijado como identidad en sí - que, a fin de cuentas responden a la lógica de lo Uno21 expresada en la pretensión de lograr una comunidad idéntica a sí misma-, para asumir apuestas primordiales como aquellas a las que invita Rancière. Veamos en qué sentido.
En primer lugar, es preciso dejar de pensar la democracia como un régimen parlamentario, un Estado de derecho, o un estado de lo social basado en el individuo o en las masas, para pensarla como «el tipo de comunidad» que se instituye por la aparición, en el campo de la experiencia, de un visible que modifica el régimen de lo visible: el pueblo. Pero se trata de un pueblo singular, no identificable por propiedades étnicas, ni con partes de la sociedad o de la población, o con la totalidad de ellas, sino de un pueblo que se hace de y con sujetos flotantes y plurales, quienes desajustan cualquier representación de las partes, los lugares y las funciones. Un pueblo que introduce el litigio fundamental por el que hay política y hay democracia: el litigio por la cuenta de los sin parte y sin cuenta, por la voz de los sin voz. 22
En segundo lugar, es necesario dejar de pensar la democracia como un «modo o régimen de vida social», para pensarla como «la institución de la política misma, el sistema de formas de subjetivación por las cuales resulta cuestionado y devuelto a su contingencia, todo orden de la distribución de los cuerpos en funciones correspondientes a su y en lugares correspondientes a sus funciones»23.
En tercer lugar, frente a la conjunción, característica de las posdemocracias, entre la auto-representación del sistema consensual como el mundo del derecho, la proliferación mediática de lo visible y el balance continuo de las opiniones encuestadas -en la que el pueblo aparece reducido a formas estadísticas, es decir, convertido en igual a la suma de sus partes descompuestas en categorías socio-profesionales, o de otro tipo-, donde nada puede ocurrir en nombre del pueblo, es impostergable pensar que:

  • …la política existe allí donde la cuenta de las partes y fracciones de la sociedad es perturbada por la inscripción de una parte de los sin parte. Comienza cuando la igualdad de cualquiera con cualquiera se inscribe como libertad del pueblo. La libertad del pueblo es una propiedad vacía, una propiedad impropia, por la cual aquellos que no son nada postulan su colectivo como idéntico al todo de la comunidad.24
Finalmente, a contracorriente de los enfoques que postulan la existencia de la política como «comunidad consensual de intereses que se conjugan», o «actualización de la esencia común de lo que nos es dado en común», es preciso sostener que:

  • La comunidad política es una comunidad de interrupciones, de fracturas, puntuales y locales, por las cuales la lógica igualitaria separa a la comunidad policial [de la política como gestión] de sí misma. Es una comunidad de mundos de comunidad que son intervalos de subjetivación: intervalos construidos entre identidades, entre lugares y posiciones. El ser-juntos político es un ser-entre: entre identidades, entre mundos… Esta puesta en común supone la construcción de vínculos que unen lo dado a lo no dado, lo propio a lo impropio. Es una construcción donde la común humanidad se incrementa, se manifiesta y surte efecto.25
Esta manera de plantear la trilogía política-democracia-pueblo, nos ubica, sin duda en importantes aportes asociados a la tarea esencial de la refundación del pensamiento político y sus posibles consecuencias prácticas. Con Laclau, asumimos que esta tarea consiste en restablecer la intrínseca vinculación entre pueblo y democracia, desde la cual poder crear las condiciones para que la puesta en escena de la multitud con sus múltiples cuerpos devenga pueblo en la configuración de su propio espacio de realización como proyecto político. El fin de la política o su retorno, depende de ello.
En tal sentido, al formular la apuesta por la distopía de las multitudes, no podemos dejar de lado la cuestión decisiva: La irrupción del pueblo entendido como un modo de subjetivación política por el que se introduce ese litigio fundamental, ese desacuerdo que hace tambalear el normal funcionamiento de los aparatos estatales y civiles policiales.
Porque esta irrupción es la línea de fuga al biopoder capitalista, que nos hace falta para saltar el límite de las heredadas figuras políticas de pueblo: «no el Pueblo mayúsculo de la Nación por fin idéntica a sí misma (…) ni el Pueblo mayúsculo de la revolución triunfante». Pero tampoco el pueblo de las imágenes que lo construyen como «población calculada y calculable» identificada y organizada conforme a criterios sociales, económicos o culturales, desde los cuales el pueblo se divide «en profesiones, clases de edad, niveles de ingreso, creencias religiosas, identidades culturales hábitos de consumo, opiniones políticas, necesidades de salud o de educación, intención de voto, etc.». Imágenes, unas y otras, productos del delirio malo, dice Larrosa.26
Asumimos, pues, una concepción de pueblo que implica romper con la comunidad hobbesiana, como sociedad civil, atravesada por la incapacidad fundamental de construcción de una voluntad política, toda vez que es pura representación consagrada como único ejercicio político y, por ende, negadora de la potencia como fuente de las decisiones irreductibles e intransferibles.
Una concepción que, igualmente, comporta resistir al discurso de la razón técnica en el cual la política se subordina a las posibilidades de realización de una gestión administrada. La apatía política del burócrata, por ejemplo, expresión de esta racionalidad, es de suyo una toma de partido por lo existente, una ética weberiana de la responsabilidad, mínima moralia, y operación de una ideología que se presenta a sí misma gobernando las prácticas de la vida cotidiana, por medio de un posicionamiento pretendidamente profesional y no ideológico.
Recordemos a C. Schmitt en el concepto de lo político, y en Legalidad y legitimidad, donde arguye que la política es una lógica amigo-enemigo. Por eso, el pueblo no es universal, razón por la cual discutir sobre la constitución del pueblo es establecerse en una toma de partido, en cada uno de sus momentos y en la constitución del devenir de sus prácticas. Esto supone de suyo una ruptura completa con el régimen de opinión que controla el deseo, tal cual lo plantea Žižek, régimen en el cual la felicidad ya no pertenece al orden de la verdad sino al de la opinión, lo que significaría que ser feliz es más o menos igual a consumir masivamente algo con lo que estamos o no de acuerdo.
Salir del estado de postración seductora de la postpolítica y su característica «interpasividad acelerada extrema del individuo, en cambios que nada cambian» (Žižek), nos obliga a romper el oportunismo del historicismo evolutivo tanto en la práctica política como en el mundo de la teoría y, por torsión o ejercicio de la voluntad, crear los momentos de quiebre y de ruptura. Nada de esperar. Nada llega o viene dado. Hay que hacer estallar al capital y sus lógicas desde la explosión increíble del poder de la potencia constituyente de la democracia de base. Dicho así, el poder constituyente de la multitud corporeizado en el pueblo como su límite político.
Lenin lo sabía: «La revolución sólo puede ser autorizada sino por si misma». Nada es prematuro ni tiene hora adecuada para una cita con la historia, el acontecimiento se crea en la contingencia del cuerpo múltiple de la multitud y su condición de devenir límite de sí misma, su devenir pueblo. Es decir, las condiciones del pueblo en tanto decisión y construcción son creación de sí mismo. De ahí que, siguiendo a Žižek, sea vital «una nueva forma de recuperación y politización socializada de la política».
Esto es una necesidad del pensamiento político para lograr un lenguaje común entre las multitudes y al interior de él mismo, pues la política no es tal sin un sistema de traducción y un régimen de interpretación y enunciación, y además, para poder comprender lo que se ha vuelto o no obsoleto en las prácticas y en los conceptos. Más aún cuando se trata de una constitución deconstructiva desde lo político que actúa como articulación contingente de la diferencia y la equivalencia, operando como virus descompensador de distintos campos y sus lógicas, desmontando allí, dentro del movimiento expansivo del capitalismo globalizado, relaciones como las que instaura el dinero.
Esta constitución deconstructiva, lo es también del consenso esperado por la teoría liberal burguesa o por el sueño reformista que pretende “el gobierno de todos”, como cancelación del conflicto, propia de la política. Desde los tiempos de Maquiavelo, tal constitución cruza toda la tradición revolucionaria del pensamiento cívico-republicano, en oposición a cualquier refundación de la política como expresión de cualquier forma de metafísica.
En esta tradición, la tensión existente entre el momento político de la representación y la acción directamente democrática se resuelve en un juego de asimetría e identidades traductoras, donde el poder delegado en el representante es sólo un instante y debe volver cuanto antes, intacto a la actividad inmediata y contingente del pueblo, pensado como ejercicio de su propia hegemonía. Porque si la construcción política de las equivalencias es absorbida completamente por el marco institucional de la representación, se rompe la cadena de equivalencias, cesa la heterogeneidad social del antagonismo (la base del conflicto) y sólo quedan diferencias susceptibles de ser negociadas en el acuerdo. Entonces, el pueblo se disuelve en la instauración del nuevo sistema de exclusiones y también cesa su existencia. Es abolido por el régimen de la administración de los hombres y de las cosas, como dijera Marx.
Si, por el contrario, se asume la diferencia como base de la constitución del pueblo y de las equivalencias, distribuyendo el conflicto político en la sociedad toda, entonces la construcción de cualquier hegemonía inclinará el equilibrio inestable que habita toda representación a favor de la subjetividad de la participación protagónica y las decisiones serán conflicto-consenso en el devenir acontecimiento de un sujeto. La proliferación de puntos de conflicto y los nuevos antagonismos conseguirán una relación de correspondencia traductora en la expansión horizontal de la política de las equivalencias en un lenguaje que articula simbólicamente las demandas a favor del afianzamiento de la nueva hegemonía.
Este es el desafío intelectual actual más importante a la luz de los acontecimientos vividos y por venir al interior de la subjetividad política, es el reto de cualquier saber impugnador, a la hora de pensar la democracia de las multitudes, el pueblo y los sujetos. Porque se trata del momento compartido de realización de la potencia, en que el poder pasa a ser pura apariencia y no ejercicio de la fuerza, ahora igualmente distribuida en otro despliegue del poder, lo que implica la eliminación de toda opacidad por efecto del poder libremente asumido y emancipado de todo monopolio de la fuerza, por la intervención hegemónica del pueblo y su voluntad política colectiva contenida en la libre solidaridad con las prácticas significativas (Laclau) que van surgiendo. A esto llama Laclau, convocando a Marx y a Gramsci, realización del proyecto emancipatorio.

Si esto se lograra, podríamos gritar con los comuneros de París, del 18 de marzo de 1871: «Viva la Comuna, viva la República Social». ¿Podrán estos nuevos lugares, como en las antiguas Comunas de Francia, o en los Consejos Comunales surgidos a lo largo de decenas de luchas en todo el mundo, llamarse también, como fueron originalmente designados: Amistad?27





CITAS
1· "Desde ya, políticamente es imprescindible distinguir entre lo público estatal y lo público como lo común. Justamente una de las características de una diversidad de accionares políticos de los últimos tiempos es que suelen no girar al interior de los marcos públicos-estatales. De allí la dificultad que muchos políticos e intelectuales presentan para entender las lógicas colectivas que se ponen en acción en estos movimientos". A. M. Fernández, Política y subjetividad, Buenos Aires, 2006, p. 18
2· "La figura del ciudadano moderno hereda, en realidad, la doble naturaleza del monarca medieval, sintetizada en la antífrasis de Pater et filus Iustitiae. Esto se resuelve, en el derecho político tradicional, en la figura de los dos cuerpos del rey (uno que muere y otro, su investidura, que no muere). En el caso del ciudadano, esta contradicción se expresa en su doble condición de subjectum y subjetus (sujeto y objeto) de la Ley. La pregunta que entonces surge es: ¿Cómo se puede ser soberano y súbdito a la vez? Este interrogante deriva directamente de la quiebra de la idea de la trascendencia del poder; es lo que ninguna teoría política podrá responder. En definitiva, la doble condición encarnada en la figura del ciudadano abre ese impase que hace manifiesta la radical indecidibilidad de los fundamentos de todo orden legal (su naturaleza en última instancia mítica, según Laclau). En tanto que encarnación de la soberanía, el ciudadano es, en fin, lo que hace agujero en el ámbito reglado de lo político-jurídico". E. J. Palti, Verdades y saberes del Marxismo, Fondo de Cultura, Económica, Buenos Aires, 2005, p. 13
3· Véase al respecto, R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1996.
4· Pero: «es imprescindible 'compatibilizar' y este es el verdadero problema, el principio moderno que define el poder a través de procedimientos discursivo-racionales, por un lado, con el necesario 'grado relativo de violencia' que deriva de su institucionalización, por otro lado». A. Maestre, El poder en vilo, Tecnos, Barcelona, 1995, p. 294.
Ibid., p. 285.
6· G. Deleuze, Conversaciones, Pre-textos, Valencia, 1995, pp. 284-285.
7· Pues, "las minorías no se distinguen de las mayorías numéricamente. Una minoría puede ser más numerosa que una mayoría. Lo que define a la mayoría es el modelo de lo que hay que conformar. Un ejemplo europeo es el que postula la dominante del hombre medio, adulto, masculino, urbano... En cambio las minorías carecen de modelo, son un devenir, un proceso". Ibid., p. 271.
8· M. Hopenhayn, Ni apocalípticos ni integrados, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995.
Ibid., p. 280.
10· "Los tiempos de desbordes, de intensa creatividad colectiva -durante los cuales los grupos sociales liberan gigantescas energías- actúan como relámpagos capaces de iluminar las sociabilidades subterráneas, moleculares, sumergidas, ocultas por el velo de las inercias cotidianas en las que se imponen los tiempos y los espacios de la dominación y la subordinación. Tomar los relámpagos insurreccionales como momentos epistemológicos es tanto como privilegiar la fugacidad del movimiento, pero sobre todo su intensidad, para poder conocer aquello que se esconde detrás y debajo de las formas establecidas". X. R. Zibechi: Dispersar el poder, Buenos Aires, Tinta y Limón, 2006. p. 33.
11· H. Marcuse, El fin de la utopía, Siglo XXI, México, 1969, p. 11.
12· E. Laclau, Hegemonía y estrategia socialista, México, Siglo XXI, 1987.
13· El término griego krisis es de origen médico e indicaba "una mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento", pero también "el momento decisivo en un asunto de importancia". Su raíz krino significa "cortar", "dividir", y también "elegir", "decidir", "juzgar" (que, por extensión, se va asociar a "medir", "luchar", etc.) En todos los casos, señala un momento de decisión crucial e irrevocable. La tradición jurídica clásica se apropiaría del término para expresar "el momento en que se pronuncia una sentencia". E. J. Palti, Op. cit., p. 13.
14· J. Butler; E. Laclau y S. Žižek, Contingencia, Hegemonía y Universalidad, FCE. México. 2004.
15· J. Beneyto, Historia y doctrinas políticas, Aguilar, Madrid, 1977.
16· C. Crouch, Posdemocracia, Taurus, Madrid, 2004.
17· "En ese estadio, en esa tensión, se disuelven al afuera y el adentro. La tensión hacía el límite (emancipación), no tiene límites, limitaciones, salvo las de la propia tensión. Por eso la potencia nunca se realiza, no se materiliza en cosa, es siempre devenir inacabado. Autónomo, en tanto tensión hacia, porque sólo depende de sí. La potencia se expande en la medida que se componen y crean relaciones -que son manifestaciones de la potencia- emancipatorias. Es lo único a lo que podemos llamar poder, y depende sólo y únicamente de sí mismo. Potenciar, intensificar, es entonces profundizar la trama de relaciones procurando evitar que se congelen en formas de dominación". R. Zibechi, Op. cit., p. 29.
18· J. Rancière. El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996.
19· Ibid, pp. 18 y 25-26
20· Ibid., p. 45.
21· "Badiou anuncia así el tema de una nueva obra, Ser, aparecer, verdades (…). De todos modos, lo que Badiou señala aquí es una aporía inherente a su modelo que ninguna reelaboración subsiguiente podría resolver: el Ultra-Uno, lo que media entre sí y el vacío y hace advenir al Ser al acontecimiento, no es algo definible dentro de dicho modelo, tornando así indecible la distinción entre acontecimiento y seudoacontecimiento (como señala Laclau, "la distinción entre Verdad y simulacro no puede, en definitiva, formularse porque no tiene lugar de enunciación dentro del sistema de Badiou"). El Ultra-Uno es, en última instancia, sólo el nombre puesto a un problema, un índice dirigido a aquello que el sistema de Badiou presupone pero no puede pensarse desde el interior de sus marcos (en sus palabras, se trata de una "inversión", es decir, "una paradoja convertida en un concepto"). Y es en él también que dicho sistema revela su sentido último. Esto se expresa en la presencia implícita, pero nunca articulada, de una segunda torsión en su modelo. En efecto, tras las fisuras del concepto de Ultra-Uno, es decir, tras lo que llama "la segunda de las paradoja de la acción" (la de un acontecimiento a sí mismo), que genera la primera torsión, subyace una segunda torsión que indica la autorreferencialidad acontecimiento que se engendra a sí mismo), que genera la primera torsión, subyace una segunda torsión que indica la autorreferencialidad acontecimiento desplegada del sujeto. "Por una suerte de inversión de las categorías de las categorías, yo ubicaría al sujeto del lado del Ultra-Uno -pese que él mismo sea el trayecto de múltiples (las indagaciones-), el vacío del lado del ser, y la verdad del lado de lo indiscernible". E. J. Palti, Op. cit., p. 190. La obra de Badiou a la cual refiere Palti es Breve tratado de ontología transitoria, Gedisa, Barcelona, 2002.
22· Sobre este asunto, una importante contribución es la hecha por E. J. Palti, en los siguientes términos: "En efecto, el derecho de insurrección o de resistencia a la opresión, en que el carácter del ciudadano de subjetum de la Ley viene a condensarse, es, al mismo tiempo, fundamental y destructivo de todo ordenamiento jurídico-político. En principio, la constitución de un orden tal supone la renuncia al ejercicio de tal derecho (puesto que, de lo contrario, nos encontraríamos aún en el estado de naturaleza). Sólo así puede el ciudadano subsecuentemente ser soberano de sí. Pero una vez que renunció a dicho derecho, deja, obviamente, de ser soberano, con lo que (además de ser contradictorio) todo el orden jurídico, fundado ahora en una soberanía ya inexistente, se vería también privado de su base de legitimidad. En definitiva, la existencia de un orden republicano supone el ejercicio permanente de ese mismo derecho soberano que lo hace al mismo tiempo imposible. El derecho de insurrección (la democracia) es la condición de posibilidad imposibilidad de lo político, su límite último. La llamada tradición liberal no es más que la historia de los distintos modos de articular esta aporía, rodear este vacío constitutivo de lo político sin poder nunca llenarlo. Su presupuesto implícito (el derecho de insurrección) es también lo indecible dentro de su forma particular de discurso. De allí que en la tradición liberal las paradojas relativas a la soberanía popular se vean obturadas en el nivel de la Ley en tanto que índice que revelan su aporética intrínseca, es decir, como constitutivas de sus mismos conceptos, para reducirse a cuestiones de lo que en la teoría legal se denomina adjudicativo (la aplicabilidad de una norma general a un caso particular), esto es, a aspecto conflictivos". Op. cit., p. 137.
23· J. Rancière, Op. cit., p. 128.
24· Ibid., p.153.
25· Ibid., pp.170-171
26· J. Larrosa. "Inventar un pueblo que falta", en su libro Entre las Lenguas. Lenguaje y educación después de Babel, Laertes, Barcelona, 2003, pp. 274-275.
27· Véase Jules Michelet: El Pueblo, Fondo de Cultura Económica, México, 2005.

No hay comentarios: