lunes, 14 de julio de 2008

Multiplicidad de Marx. Karlos y su sombrero de copa
ENSAYO II

II
Multiplicidad de Marx


EL VALOR, UN ESPECTRO MUTANTE

La cuestión del estilo es siempre el examen,
la presión de un objeto puntiagudo.
A veces únicamente de una pluma.

Pero también de un estilete, incluso de un puñal.
Con su ayuda se puede, por supuesto,
atacar cruelmente lo que la filosofía encubre

bajo el nombre de materia o matiz,
para dejarla marcada con un sello o una forma,
pero también para repeler una forma amenazadora,
mantenerla a distancia, reprimirla, protegerse de ella -plegándose entonces-,
replegándose, en retirada, detrás de los velos.
Jacques Derrida

La actualidad de estas reflexiones y su pertinencia, guardan relación con la también urgente necesidad de la puesta en escena de nuevas prácticas anticapitalistas: aquellas vinculadas al estudio y comprensión del metabolismo del capital, en los tiempos que corren dentro de la sociedad de la información-comunicación. Adentrarnos en los cambios y mutaciones sufridos en la forma valor, en la odisea de su devenir y dar cuenta del proceso todo de valorización implica para nosotros tener plena conciencia del momento, es decir, poder efectuar en lo más concreto del proceso de opacidad y abstracción de la relación social que llamamos capitalismo, la deconstrucción actualizada de la teoría del valor en el terreno.
Para ello retomaremos algunas ideas vinculadas al momento del capital, recuperando lo que T. Negri asegura en el sentido de asumir que, la hipótesis de la crisis del valor, y a partir de un análisis de la absorción de la totalidad social en la lógica del capital, también permite dar cuenta de la emergencia de nuevas formas de lucha y de intervención que van surgiendo y algunas por inventar y descubrir, que se corresponden con la constitución de una subjetividad otra, no determinada según los modelos clásicos de concebirla al interior de las formas de lucha y resistencia ya probadas y a veces agotadas.
Para este pensador, tal circunstancia se debe a la situación y concurrencia del descentramiento entre las formas institucionalizadas del modelo productivo dominante en el taylorismo, por la emergencia de un nuevo dispositivo de aceleración y sobrepliegue que desplaza el concepto de valor-trabajo, acelerando también y, como una bisagra, coyunturizando la crisis de referentes propios y necesarios para el proceso de valorización y acumulación.
Las consecuencias o efectos, si lo podemos decir de este modo, del nuevo momento del capitalismo, ocurre por el avance de sí mismo, es decir, sobre los propios límites del propio capital, si lo contemplamos imaginándolo como un cuerpo que actúa por desterritorialización, reterritorialización y hasta por abolición, absorción y fusión de distintos campos o esferas de sentido. Con todo lo que de ello se deriva en la producción social de subjetividad y sus configuraciones institucionales.
Esto no significa, por cierto, que toda constitución institucional no siga siendo un dispositivo sociopolítico determinado por la ley del valor (a pesar, o a despecho de los neoliberales demócratas y postmodernos como Bobbio)1. Pues la explotación del trabajo, en todas sus formas materiales, inmateriales o derivadas, está en la base de toda formación constitucional de la red de instituciones del Estado del capital como veremos más adelante. Se trata de la expresividad mineralizada de una hegemonía de clase, por dura o blanda que esta se muestre coyunturalmente; lo que no es más que la consagración de su concepto límite expresado en una subjetividad general, como un terreno neutro. Lo que cambia es la dinámica del metabolismo del capital, sus tiempos, los modos extensos de la explotación del trabajo, las redes deificadas de control sobre las historias mínimas del mundo de la vida. No es que el capital se torna democrático y benévolo; por el contrario, el capital consigue nuevas formas de reproducción que pretenden su perpetuidad, al costo que sea.
Es decir, el nuevo Estado burgués, por ejemplo, el “Estado de Bienestar” europeo, que va surgiendo y configurándose a partir de la revolución de las nuevas tecnologías de la información-comunicación y sus dispositivos de control, como veremos más adelante, es, de suyo, el resultado de novedosas formas de producción de más opacidad y el establecimiento de nuevos parámetros espacio-temporales para la naturalización de la explotación extensiva del trabajo.
Al respecto, István Mészáros plantea que, por ser no-simétrica, la relación capital-trabajo siempre existirá dentro del capitalismo, y con el cambio tecnológico, las condiciones históricas para la producción de nueva plusvalía relativa. Al tiempo que el capital paradójicamente se hace cada vez más dependiente del trabajo aunque simule lo contrario. Para decirlo de otra manera, mientras el capital depende, cada vez más, absolutamente del trabajo, dado que el capital (concentración) nada es sin el trabajo (cooperación), y de su explotación permanente, la dependencia del trabajo en relación con el capital es relativa, históricamente creada e históricamente superable. Ello, dado el carácter cada vez más social del trabajo en relación de contradicción con la concentración creciente del capital. En otras palabras, el trabajo no está condenado a continuar eternamente preso en el círculo vicioso del capital y muchas de las, así llamadas, nuevas tecnologías podrían en determinadas condiciones, facilitar su emancipación.2
El capital celebra desde el discurso liberal burgués, la total opacidad de la explotación del trabajo. Presentando, así, la nueva revolución científico-técnica como el advenimiento del reino del confort y en este sentido, el fin de la lucha de clases. Lo que pasa, sostiene M. Tronti, es que en este mundo globalizado, «no se mira en ojo extraño al régimen de fábrica» (Marx), instaurado sobre la sociedad toda; ni se habla la lengua del conflicto de los que no tienen voz y chocan todos los días con las condiciones materiales del mundo de la producción. «Habla la opacidad, dotando de validez todo el arco existencial de la realidad», como afirma M. Tronti3, pues, cuando la fábrica se ha apoderado de todo, la producción social se torna producción industrial y la configuración específica de la fábrica se disuelve en el movimiento general de la sociedad devenida fábrica.
Dijera Marx: la fábrica se derrama sobre lo social como una cerveza, permeando cada fibra de su tejido genético. De modo que el “Dictac” es la regla ominosa, la relación de mando del régimen de fábrica y del despotismo social orgánico a todas las formaciones institucionales que encubren, naturalizan y perpetúan la explotación secundaria del trabajo como base constitutiva de todo lo existente.4 En este mismo movimiento, el trabajo real crea valores con existencia propia pero no tiene valor en sí mismo, pues su valor es siempre inequivalente representado en dinero: un significante puro, convencional, producto del “consenso” de la fuerza del capital sobre el trabajo y de la lógica de un modo que recoge la relación capital-trabajo en términos de signos lingüísticos, reduciendo la precariedad de la realidad del proceso de valorización a una mínima fracción de la riqueza social general producida por el trabajo general abstracto.
El dinero no representa a la sustancia ontológica del trabajo. El dinero es un objeto cualquiera que se auto-realiza en la fetichización propia del intercambio. Es valor de cambio en estado puro, pues su valor de uso es también su valor de cambio. El mismo es una paradoja en la forma como sintetiza la inmaterialidad material de la mediación.
Sabemos, desde Marx, que el trabajo es una contradicción en relación al capital, que el trabajo es el esfuerzo de la potencia de existir de la vida humana (Manuscritos…) puesto en acto, en un espacio tiempo determinado, y para fines precisos, conforme a un modo y a unas relaciones sociales de producción. El trabajo es al capital su fuente vital y su “unidad de selección natural competente”; sin embargo, está ausente de toda realización y unificación luego de su sustracción y conversión en valor. Es decir, el trabajo deviene extraño a sí mismo.
El capital es intermediación entre “el puro flujo del tiempo humano y de su devenir y la realidad corporal”, es falso performativo, siempre promesa, «futuro actual», pensaba Marx. En términos de Lacan, el capital es castración simbólica permanente. Es la producción al infinito de un: “no más allá”, un mito auto-realizado, pura representación, y esto ya lo sabían los liberales incluso antes de Marx. En El Manifiesto Comunista, el trabajo es visto más allá del tiempo como medida. Es una mercancía cualquiera vinculada a los devenires de los gastos de producción y a su propio coste: «…para mantener su capacidad de trabajo y evitar que el obrero se extinga». Idea que fue profundizada por Marx en Los Grundrisse y en El Capital, agregando nuevas formas de valorización en la medida en que el trabajo se va haciendo cada vez más inmaterial.
El trabajo llega al mercado buscando al dinero, ofreciéndose al intercambio, dispuesto a convertirse en salario. Llega como inversión del sentido, de su propio sentido, en un movimiento de no reconocimiento o “extrañamiento”. Llega alienado a la mercancía y como mercancía. Su única objetivación sería el trabajo mismo como subjetividad general permutada sobre sí misma, es decir, trabajo social que es, al mismo tiempo, una fracción de la riqueza total general que pierde todo sentido para sí mismo en el movimiento de separación por fragmentación. Razón por la cual el trabajo subsumido en el capital no consigue inmediatamente ninguna visibilidad.
La descomposición del trabajo producto de la aceleración multilineal de la división técnica del esfuerzo humano, deriva inevitablemente en el obrero colectivo o como prefiere Negri: el obrero social, punto de partida de la multitud5. La división del trabajo y las jerarquías asociadas a ésta significan asimismo más sometimiento del cuerpo y de la fuerza a un estado de subordinación. Esto marca un registro inequivalente, desde el punto de vista discursivo, en relación con la riqueza como signo, pues el trabajo se hace más y más abstracto y no consigue entonces paralelaje o traducción que efectúe en un movimiento de retorno la metamorfosis y la síntesis de su valorización.
El modo de producción capitalista y el mercado son la formalización de una formación social que se muestra a sí misma como ajena al trabajo, pero de cara a la realización final de los productos del trabajo; es decir, que se presenta desde el mercado total y, a su vez, muestra al mercado como síntesis de la totalidad social, en su extensión y generalidad: el mercado es el paradigma, el fundamento y sentido de toda la existencia social. Se trata de un modelo social que en un movimiento de inversión, no muestra de qué manera el capital es producido.
La fuente de toda riqueza se pierde en las peripecias de la odisea de la mercancía. Como dijera Marx: el trabajo se muestra finalmente en el mercado «como un gran depósito (arsenal) de mercancía». El lenguaje luego, en sus síntesis, recoge a lo real desde el sistema de apariencias de los mitos y registros simbólicos legítimos y dominantes en una hegemonía, que en sí misma niega la explotación del trabajo. En este caso, en la hegemonía del mercado como significante amo de toda la relación social capitalista, el trabajo aparece como complementario al capital, no como sustrato y sustancia constituyente.
Así, el trabajo pierde toda materialidad (lo verdadero) y es sustituido por su representación discursiva (lo real), manteniéndose preso al interior de un sistema de fuerzas y de oposiciones binarias que nacen en contradicción al esplendor de la riqueza. En esta racionalización, el trabajo es mostrado como una mera fuerza bruta, como una derivación animal del mundo natural, como potencia irracional sin rea-lizarse que debe ser domesticada y reconciliada por el capital; al tiempo que, desde aquí, dota a la pobreza de un significado extraño y despreciable, ajeno a la propia condición de la explotación del trabajo, visto siempre como la objetivación de una carencia individual.
Mientras, por consiguiente, el capital («en el concepto de capital está incluido el capitalista», decía Marx) es reducido a unidad en la acumulación y el excedente, y aparece dotado de vida individual como mistificación del poder, de modo que la riqueza social objetivada, dentro de un relato lleno de apelaciones relativas al bien y la abundancia, se muestra a sí misma como un beneficio, un talento autónomo e independiente de cualquier modo particular de adquirirla y alejada también de los ciclos de acumulación y valorización (proceso de separación y producción de opacidad general). Por eso Marx decía: «el dinero no hiede». Hoy sabemos que basta con lavarlo.
En esta visión, en esta torsión de la mirada sobre el objeto, en este régimen de visibilidad, la riqueza es una suerte de aura benjaminiana: un don cualitativo, un atributo de pertenencia personal (“se es rico”) separado de todo el proceso de reproducción ampliada. La vida propia del capital es exceso, derroche fáustico, “exuberancia”. El capital, en tanto que riqueza objetivada, (personificada) nace fetichizado (“un reino puro”) y privatizado, separado del trabajo y visto como virtud (Maquiavelo), el capital es dueño del trabajo. Así pues, el capital es del orden de la opacidad, del mundo de las apariencias y su espesa bruma, como sostuvo Marx, lo dota del encanto del misterio. La riqueza es fuerza acumulada y en ese mismo sentido poder. Por eso, «aparece socialmente dotado de autoridad y dominio…», y su separación es «la relación normal en esta sociedad y construye su historia política», advierte Marx.
El capital se asoma desde lo que esconde, como espectáculo, nos dirá Guy Debord6: «Este espectáculo se muestra como la sociedad misma… como instrumento de unificación», como conciencia colectiva realizada y, a la vista, como objetivo general de consenso, materializado en el mercado. Aunque el mercado es a su vez el último movimiento de inversión o giro en la separación (extracción).
El sentido común entiende que toda mercancía es fruto del trabajo pero para que el trabajador acceda a ella tiene que transformarse en dinero (relación de cambio y de mando organizando la dirección del uso que debe entrar en la lógica de la mercancía, que es la fetichización del tiempo, en una presunta eternidad de un tiempo que no pasa), recibiendo por la venta, exposición de su esfuerzo aplicado a un tiempo, un espacio y un modo. Preferiblemente, sólo lo necesario para su conservación como fuerza de trabajo (baja tendencial del valor de uso del trabajo). Rosa Luxemburgo decía que en este transe las clases se enfrentan a cara descubierta en una confrontación sangrienta, pero sin verse el rostro, pues entre una y otra media la niebla del mercado.
La mercancía es, además, un objeto-tiempo. El tiempo-mercancía acumula al infinito intervalos de tiempo equivalentes-inequivalentes (absorción, sustracción y abstracción que se hace irreversible a la igualdad cualitativa de la metafísica de un tiempo único), de tiempos intercambiables. Aquí: «el tiempo lo es todo, el hombre no es nada, a lo sumo, el esqueleto del tiempo de la mercancía», asegura Marx en Miseria de La Filosofía.
Esta temporalización de muchos tiempos reducidos a un solo tiempo, el del ciclo de acumulación, borra las anfibologías cualitativas del trabajo sometiéndolo a un lenguaje también único (nomenclatura de fábrica). De este modo, como afirma Marx en el Tomo II de El Capital: «El trabajo es la forma de la potencia humana que se ajusta a un tiempo que preexiste en distintas combinaciones homólogas, que somete a la vez que es materia prima de sí mismo». El capital crea su propio tiempo como condición de su territorialización, el tiempo es verdadera medida de espacialidad, en tanto que la mercancía es modo extenso de las prácticas unificadoras. Es el espacio abstracto del mercado, es su espectro.
A este giro estratégico de las representaciones, a este régimen de sentido consagrado en un orden institucional y relacional del tiempo y el espacio, lo llamaba Marx «explotación secundaria». Este es el lugar en el que Marx habla de los distintos tiempos tanto del capital como del trabajo, que producen el último movimiento de separación y con ello, la creación de la opacidad general. Es el momento en el que todo, de manera casi natural, se subordina al dinero, que naturaliza a su vez el modo en que será consensualmente explotada la fuerza de trabajo. En esta misma medida en que se produce la opacidad, la sociedad admira, estimula y honra al explotador.
Así, la riqueza se mantiene estratégicamente protegida de su velo trágico, tras el maravilloso misterio apetecible de la riqueza en si misma y venida por sí misma. La riqueza es la materialización gruesa del deseo, “el bien social”. La sociedad entonces logra el milagro del consenso en torno a una racionalización: A la riqueza (y al rico). Esta es una dimensión de la producción que hay que proteger, poner «fuera del alcance de aquellos miserables que la desean sin merecerlo y que sólo son dignos de venderse a la servidumbre». Es decir, la pobreza es presentada en sociedad como un resentimiento, como tiniebla, recurriendo a palabras de Víctor Hugo.

EL PODER DE LA OPACIDAD

La importancia dada a la imagen ha reemplazado
«el control-represión» por el «control estimulación» (Foucault).
El programa intimista me susurra:
«Sé cálido, relacional y transparente»:
siempre joven como la élite luminosa que tienes ante tus ojos.
El «sea espontáneo», es un mandato siempre
paradójico, como el «sea obediente» es una orden.
Sin embargo, este equivalente subliminal, del «citius,
altius, fortius» de la divisa olímpica conforma
una política de los cuerpos como cualquier otra pero sin política…
Regis Debray


Los autores L. Boltanski y E. Chiapello, nos hablan de una necesaria redefinición «mínima del capitalismo» y proponen retener esta fórmula: «La exigencia de acumulación ilimitada del capital mediante medios formalmente pacíficos». Lo que sugiere una afiliación más o menos voluntaria de los distintos sujetos actores de una sociedad al modelo de transformación constante del capital, presentado como proyecto autónomo. Es decir, el capitalismo es en primera instancia un tinglado de relaciones profundamente ideológicas en donde la separación y la opacidad son el elemento fundamental de toda producción, al que deben afiliarse los sujetos convencidos de su inevitabilidad y ventaja.
Es pues, un modo continuo y permanente de esconder el afán de lucro y de riquezas. El derroche y desapego vergonzoso e infeliz, la conciencia infeliz, según Hegel, que muestra el capital respecto de las formas materiales que produjeron esa misma riqueza, es parte de lo que le otorga su carácter verdaderamente abstracto y es uno de los mecanismos por el que se reproduce la acumulación. Ello, al punto en que la burguesía, a diferencia de la nobleza, vive maravillada por su riqueza y a su vez avergonzada de ella. Mientras que la nobleza la considera connatural y bien merecida por su propia condición de clase.7
Retornemos a L. Boltanski y E. Chiapello8, para quienes el capitalismo (según su definición de herencia weberiana), debe ser distinguido de la autorregulación del mercado que descansa sobre convenciones e instituciones anteriores al régimen del capital. El mercado, así visto, aparece como un anclaje del discurso de la transparencia y de la simetría de la información, o de la igualdad de fuerzas entre los operadores; es decir, del discurso que supone sujetos afiliados a unas reglas de juego mínimas, capaces de dirimir libremente, en la competencia leal, sus diferencias y dificultades. Se trata de un fenómeno más o menos nuevo.
Todo esto, lo que ha sido llamado como “reglas del juego” del capitalismo asociado al libre mercado, es parte de un dispositivo dependiente de una razón racionalizadora, calculadora, ordenadora, normalizadora. Es ideologización capitalista del mercado. Lo que podríamos vulgarmente denominar como la pretendida libertad e igualdad intrínseca a su metabolismo de mercado y a la ley de la oferta y la demanda, con todo y su “mano invisible”, no es otra cosa que el modo como se llena el significante mercado bajo el régimen del capital.
Nada de esto se cumple en lo absoluto y, sin embargo, funciona como mentalidad instalada en el cuerpo y en todo cuerpo que coexista bajo la fuerza de gravedad del mercado, leído en clave capitalista. Es la mentalización que naturaliza los procesos asociados a la explotación del trabajo, promueve la coerción política y facilita la dominación ideológica y que actúa entonces gobernando los procesos de construcción de subjetividades y de mediaciones intersubjetivas: «Fábrica de subjetividad», lo llamará T. Negri.
Por eso, los autores anteriormente citados sostienen que «el capitalismo es, en muchos aspectos, un sistema absurdo». En primer lugar, porque el salario no es la recuperación del trabajo o la apropiación de la sustancia del trabajo y, por ello, los asalariados pierden la propiedad sobre el producto de su trabajo en un movimiento continuo de separación y, con ello, la posibilidad misma de una vida activa que trascienda la subordinación al modo de producción. En segundo lugar, porque los capitalistas están sometidos a un proceso totalmente abstracto e insaciable, sin fin y separado de la satisfacción de las llamadas necesidades de consumo fabricadas casi todas de manera artificial, a partir de las necesarias condiciones para la vida de nuestra especie, como por ejemplo, las prácticas suntuarias asociadas al consumo del lujo.
Por ello, para que este andamiaje de relojería funcione, es decir, para lograr la adhesión “voluntaria” de asalariados y capitalistas al modelo civilizatorio actual, la lógica del capital, requiere de, como dijera Gramsci, un cemento orgánico, de justificaciones que, estos autores llaman espíritu del capitalismo -en honor a Weber- concibiéndolo como la ideología que justifica el compromiso con el capitalismo, portador de un nuevo ethos, que rompe con las prácticas tradicionales y establece una disociación entre la moral y la economía, en el sentido más weberiano del término. Esta dislocación o descentramiento, es parte del desencantamiento del mundo moderno.
Justicia, bienestar, salud pública, empresas productivas y competitivas, lucro, privatización y mercado total, entran en una maquinaria que reduce el despilfarro y se adelanta a lo esperado por los clientes ávidos de nuevos productos para una vida saludable y feliz. Y, en fin, todo un arsenal de razones utilitarias que crean las condiciones de posibilidad de La Razón Instrumental, tejiendo las madejas discursivas que funcionan como dispositivos de legitimación y reproducción del mundo de los medios y los fines del capitalismo.
Legitimar el capitalismo, dar razones para justificarlo y aceptarlo, supone aceptar un régimen de sentido que no es natural a ninguna sustancia, que no tiene ninguna ontología, sino más bien un cuerpo sin órganos, autónomo y auto-asumido como no ideológico, es decir, como Razón Ultima y Universal a los intereses de todos los seres humanos. Pero nada más ideológico que la matriz constitutiva de éste régimen, su gran relato o relato maestro, en términos de J-F. Lyotard.9
Para el capitalista, entramos en el reino hegeliano de la verdad revelada. A este respecto Laclau afirma: «En suma, la posibilidad de constituir a la comunidad como un todo inteligible y coherente. Este objeto imposible-la plenitud de la comunidad idéntica a sí misma-aparece así, como dependiendo de un conjunto particular de transformaciones… Este es el efecto ideológico en strictu senso: La creencia en que hay un ordenamiento social particular que aportará el cierre y la transparencia de la comunidad. Hay ideología siempre que un contenido particular se presenta como universal, inmanente, sustantivo o diferente, implicado o más que a sí mismo. Sin esta dimensión de horizonte, tendríamos ideas o sistemas de ideas, pero nunca ideología».10
Por ejemplo, conceptos “naturalizados por el lenguaje” como ritmo de vida, derechos humanos, obsolescencia y modernización, actualidad, bien común, recompensa o premio; o la actualización social por aprendizaje acumulado, el ejercicio del placer como realización emocional dentro de los anteriores parámetros, el individualismo como principio organizador de la acción o de las prácticas, los usos específicos y diversos del tiempo y el espacio, la naturalización de la división técnica del trabajo y las jerarquías, la vida dentro de un concepto de calidad y la democracia como su masificación, el acceso a la libre competencia justa, entre otros, que hacen la realidad al interior de los discursos presentados en un empaque. Para decirlo en términos lacanianos: la producción de un Real. Es decir, un significante que resiste absolutamente cualquier otra significación.
Todos estos dispositivos configuran lenguajes distribuidos en red que hace cuerpo en un conjunto de eslabones de cadenas discursivas articuladas en un diagrama, una lógica (un sentido) que hace de sí misma una totalidad ideológica instalada funcionando como “natural” desde el lenguaje. Con el capitalismo surge un nuevo cuerpo de consistencia epocal instalado en la subjetividad, diagrama que Guattari llama «excrescencia capitalística» y origen de un plano del cuerpo sin órganos de la actual biopolítica o gobierno del capital sobre los cuerpos individuales y colectivos. Un campo de mitos, en los términos que vamos a definir con Laclau, como mera creencia.
Pero, en cuanto lógica contradictoria en sí misma, el capitalismo opera como su propio límite al enfrentarse con su presunta eticidad, pues desarrolla un doble discurso, tal y como lo plantean Boltanski y Chiapello, para quienes una consideración seria de las justificaciones constitutivas del espíritu del capitalismo, permite sostener que «no toda acumulación es necesaria», que «no todo beneficio es legítimo», que «no todo enriquecimiento es justo», y que «cualquier operación financiera no es necesariamente más lícita». Es decir, el capital vive una relación ansiosa y esquizoide consigo mismo, es como Dorian Gray mirando su retrato.
Para decirlo de otro modo, el capitalismo contiene límites productivos, tecnológicos, político-institucionales, ideológicos, éticos, que represan su desenfrenada expansión. Su esquizofrenia racional, mitad humano-mitad bestia como en la paradoja de Haid- Yekil, deviene siempre, como ya dijimos, en conciencia infeliz, para seguir utilizando un término que tanto gusta a los hegelianos. Por eso, mientras sus propias tendencias contradictorias evitan su metabolización del mundo y se yergue como su auténtico obstáculo, avanza en nuevas direcciones en su afán de territorialización, colonizando nuevas dimensiones de la existencia social, para evitar vivir extraviado al interior de una suerte de pesadilla indigesta. Esta situación, tiende a cambiar en el capitalismo especulativo de acumulación rápida, como veremos más adelante.
Todo lo asumido hasta aquí no es más que lo que diría Marx: el capitalismo crece en las orillas de sus propios límites, no solamente de sus impulsos productivos. Así, obstaculiza su suerte al asumirse, además, como moderación racional de sus propios impulsos o instintos, por medio de dispositivos constrictivos capaces de responder a las demandas implícitas en las denuncias que surgen en su propio seno, pues en su dispositivo legitimador contiene su propia crítica. Por ejemplo, el surgimiento de su Régimen de Derecho: el conjunto de leyes que pretenden proteger a la naturaleza o los derechos de los trabajadores, impuesto a los cigarrillos, casas hogares para niños de la calle, programas sociales, entre otros.
Pero esta «condición infeliz del capital», esta confusión, como un cáncer mina la raíz de la matriz de sentido del capital y se vuelve necesario entonces un cuerpo de organismos estamentales que disloque y disgregue dicha lógica, que la confundan y la pierdan oscureciendo su función primordial: Exprimir la sustancia viva del tiempo y el cuerpo humano, extraer su fuerza de trabajo abstracta. Entonces, el capital no se expone. Se mantiene gobernando todas las relaciones detrás de la coerción política y las distintas formas de hegemonía ideológica. Nada podrá obstruir la explotación del trabajo y la extracción de beneficios, aunque su lógica trastoque los referentes materiales obligando a la sociedad a asumir una gramática ilegible de este proceso constitutivo de dicha formación social. Desde este desdoblamiento esquizofrénico, surge la opacidad.
De este modo, el capital produce también opacidad para garantizar su auto-realización legitimada. El capital no hace más que producirse a sí mismo (reproducción ampliada) como proliferación al infinito de formas asociadas a un modo de mundos de la vida, a la producción de discursos que hablan de un bien común y de justicia social, como razón de ser de su eficiencia normativa. “Sin propiedad no hay libertad” grita el explotador.
Así pues, en la misma medida en que el capital engulle al mundo y exprime al trabajo general abstracto, produce también una espesa bruma discursiva compuesta de significantes tautológicos y auto referidos que se instalan en el cuerpo vivo como dispositivos de comprensión y articulación de la sensibilidad, tecnologías del yo que actúan como régimen de verdad. Se trata de un misterioso espesor discursivo que evita que su lógica penetre y se muestre de manera desnuda. Una taxonomía, una clasificatoria de las prácticas y los discursos se despliega y constituye desde allí. El régimen de sentido del capital, nace escindido de sí mismo, y por eso lo calificamos como esquizofrénico.
Estos principios de equivalencia, o dispositivos de traducción, son designados por Boltanski y Chiapello mediante el término, tomado de Rousseau, como «principios superiores comunes». Pero, se preguntan, ¿como es el “nuevo espíritu del capitalismo”? Para estos autores es «mundializado» y se sirve de nuevas tecnologías, los dos aspectos más resaltados para caracterizar el capitalismo contemporáneo en su nueva fase.
Para mayores precisiones, tenemos que decir que en nuestra caja de herramientas, el capitalismo opera como un “Tangram”, o antiguo rompecabezas chino, es decir, es el juego de un conjunto de piezas sueltas, capaz -a veces incorporando o desincorporando partes- de producir distintas figuras cambiantes, millares de recombinaciones, en un universo finito y cerrado, siempre dentro de una misma lógica.
Con esta metáfora en mente, podemos suponer al nuevo modelo productivo con base en el dispositivo comunicación-información, operando desde una lógica mutante que se mueve de manera fragmentadora y acelerada, que permite estrategias de recomposición desde una mecánica de múltiples posibilidades del valor como forma pura presente dentro de una racionalidad compleja que, como en un rompecabezas, no deja ver la figura completa que contiene la suma organizada de cada una de sus partes. El capital homogeniza por saturación y separación, lo que a simple vista aparece como caótico. Es decir, la explotación del trabajo y la producción de riquezas como fin último, y sin máscaras, ocurre por sobrepliegue de un campo estriado de la relación de mando al infinito. A esta lógica la llamó Marx, movimiento de separación. Producción de opacidad.
Entonces asumamos la recomendación de N. Richard y pensemos por un momento en un Marx lacaniano, imaginando al capital y a su excrecencia: El mercado, como “un campo de concentración simbólico”; pensando al mercado como el “Significante Amo” de una cadena de sentido, satisfaciendo el deseo. El Significante Amo como el factor que organiza y dirige los modos de satisfacción del deseo, lo que significa la realización simbólica donde todo otro significante es esclavo, pues no hay solución discursiva fuera del mercado; evento de sutura y paralelaje traductor. Es decir, agenciamiento que crea la realidad, capaz de generar opacidad, que borra el miedo y la precariedad: es la seguridad que otorga la afiliación a la lógica de un régimen de sentido. Es una lástima que Marx, culpa del tiempo, no conociera a Lacan.
El Significante Amo es un récipe que prescribe las dosis que hacen las mentalizaciones que controlan el deseo y las prácticas que de él devienen. Es la base material del régimen de visibilidad y el régimen de enunciación, es el orden cerrado del sentido. Es red de canales, vías de agenciamientos que conectan el concepto A con el concepto B, actuando como operadores diónticos del signo.
Las permisiones de lenguaje son de carácter deontológico. Ordenan los flujos de sentido en un orden de delimitación del discurso que contiene bordes, linderos de sentido marcados fuertemente por la época. De allí se despliegan las legitimidades de lo prohibido, lo obligatorio y lo permitido (el orden del discurso analizado por Foucault), así como la puesta en escena de prácticas y comportamientos derivados. El régimen diurno y nocturno (G. Durand) de lo que puede o no ser dicho, el margen de opacidad de cualquier libertad y sus máquinas deseantes. Podemos entonces asumir que cada época contiene de suyo un umbral crítico de condiciones lingüísticas de su base ético-normativa. Punto de referencia, anclaje más bien, desde donde se habla y desde donde se ignora la existencia de otras hablas y lenguajes posibles. Por ejemplo, en el régimen del capital, el Significante Amo del mercado ignora y desprecia la lengua desde la que habla la sustancia extensa de la potencia del trabajo.
Todo paralelaje (no es equivalencia, no es simetría, no es identidad) o sistema de traducción será defectuoso, tiene fisuras que se van creando en la medida que se expone a las contradicciones sociales, pero está subordinado a los intereses de la lógica dominante. Entonces podemos afirmar que el metabolismo del capital es modo de producción del engrama impermeable de una lengua hegemónica y especializada, de una parcialidad del sentido con todo lo que esto implica, incompletitud de la producción que se asume y muestra como totalidad, que niega la proliferación de distintas pluralidades de lenguas alternativas y los juegos de sus diálogos, como pasa con la relación capital-trabajo.
Dice E. Laclau11 que desde este punto de vista ya no podemos referirnos a la ideología como verdad, distorsión o falsa conciencia, pues la ideología es de suyo el régimen interior de dicha lógica instalado en el nivel organizador de las prácticas que son en sí mismas cierres y producción de equivalencias y sus dos operaciones centrales: el flotamiento y el vaciamiento simbólico.
Veamos: todo significante se encuentra lleno de un significado precario y provisional, expuesto siempre a la decontrucción y proliferación de nuevos significados, dada las peripecias del signo en su reterritorialización. Lo que hace la relación entre identidades particulares, plenitudes ausentes y equivalencias inestables: «Esto hace posible entender la relación entre significantes ‘vacíos’ y ‘flotantes’… En el caso del flotante, tendríamos aparentemente una proliferación, un exceso de sentido, mientras que el significante vacío sería, por el contrario, un significante sin significado»12. El significante está lleno, vacío, o en permanente vaciamiento, es decir, flotante, con un significado siempre en tránsito; es decir, un significante actuando preferentemente como agenciamiento que represará por mayor o menor tiempo un significado y, además, mutante, dependiendo de la naturaleza de los eslabones de la cadena discursiva y sus equivalencias; «Es a través de la operación de este movimiento doble y contradictorio que la ilusión de cierre se construye discursivamente», dando sentido a la puesta en escena de la ideología, y del surgimiento del Real lacaniano, como dice Laclau.13

CITAS
1. Basta con ver su libro: Ni con Marx ni Contra Marx, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
2. Véase al respecto, I. Mészáros: Socialismo o Barbarie, Pasado y presente, México, FALTA EDITORIAL, 2005; y Utopística o Las Opciones Históricas del Siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.
3. En: Obreros y Capital. Madrid, Akal, 2001. 4. Véase al respecto: C. Castoriadis. El Progreso Técnico en La Encrucijada. Madrid, Comunicación, 1970.
5. T. Negri. Marx más allá de Marx. París, Bourgois, 1979.
6. En su libro La Sociedad del Espectáculo. Barcelona, Pre-textos, 2003
7. Véase E. J. Palti. Verdades y Saberes del marxismo. México, Fondo de Cultura Económica, 2005. 8. En: Una definición mínima del capitalismo. Barcelona, Akal, 2002.
9. En: La condición posmoderna. Barcelona, Paidós, 1989. 10. E. Laclau. Misticismo, Retórica y política. Buenos Aires, F.C.E., 2007. p. 21.
11. En su libro Misticismo, Retórica y Política. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006.
12. Ob. Cit., p. 25 13. Ob. Cit., p. 55.

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