jueves, 2 de julio de 2009

Con lo mío... (La Quinta Columna, 02/07/2009)

No se cansan, siguen pasando cuñas estúpidas para defender la propiedad privada. Pobre cuidando a rico desde el sentido común del discurso burgués. Siempre más de lo mismo: “Con lo mío no te metas (…) Es producto de mi esfuerzo”. Pero resulta que las cosas no son de esa manera. Veamos: la fuerza del trabajo como fuente creadora de toda riqueza se pierde en las peripecias de la odisea de la mercancía en las que el dinero, por ejemplo, no es una representación directa y ontológica de la potencia del trabajo general abstracto, sino más bien de la mercancía fetichizada. En términos de Marx, el trabajo es una contradicción en relación con el capital, no es más que esfuerzo de la potencia de existir de la vida humana puesto en acto, en un espacio y tiempo determinado y para fines precisos, dentro de las severas condiciones de la voz de mando de una lógica devenida en modo, relación y forma de la producción que se expresará a futuro, cuando su resultado se unifique en la mercancía. Sin embargo, en las fases y los distintos movimientos de separación de esta fuerza, en la división social del trabajo, queda ausente su visibilidad inmediata a la hora de la relación unificada de esa potencia convertida en mercancía. Es decir, el trabajo deviene extraño así mismo. Mientras que el capital se muestra como potencia realizadora del deseo, como inmediatez y “futuro actual” de una promesa que se realiza. El trabajo es una mercancía que forma parte de los gastos de la producción y su costo será el producto de sus luchas, pues de otro modo quedaría reducido a lo mínimo necesario para que el obrero se mantenga sin extinguirse. En la fase actual del metabolismo del capital caracterizado por las nuevas tecnologías, el trabajo acelera su desintegración en las distintas fases del proceso productivo y se torna inmaterial. En esta inversión del sentido, llamada por Marx extrañamiento, no hay objetivación sino fragmentación reducida a un salario o a cualquier otro objeto que no contiene ni hace visible el trabajo que lo hizo posible. Además, no muestra de qué manera la riqueza y el capital son producidos. De este modo, la pobreza es la despreciable objetivación de la mala suerte o de las carencias personales, y tener algo se presenta como extraño al mundo de los pobres. El tener algo es mostrado común beneficio producto de un talento autónomo e independiente de la forma de adquirirlo. Así el tener pasa ser una suerte de atributo personal, algo que hay que perseguir tanto como a la virtud. Por eso la propiedad es del orden de la opacidad y la garantía de que el trabajo no tenga otra cosa que a sí mismo. El capital se asoma desde lo que esconde: explotación, expropiación, sustracción de la potencia de la vida. En cambio, se vende como consenso, como aspiración colectiva natural, como objetivo general a alcanzar. Admite que todo lo existente es fruto del esfuerzo, pero pasa intencionalmente por alto que someterse a la explotación produce para otros riqueza ganada sin ningún esfuerzo. Este giro estratégico permite la admiración y la honra del explotador, por el hecho de ser propietario y se le dota de poder. Torsión que fundamenta la conseja de las cuñas que comentamos. Así la explotación se mantiene estratégicamente protegida tras su velo trágico. Exhibiéndose desde el maravilloso misterio apetecible de la riqueza en sí misma y venida por sí misma como materialización gruesa del deseo. Esta es una dimensión de la propiedad que hay que proteger, poner fuera del alcance de “aquellos miserables que la desean sin merecerla” y que son sólo dignos de venderse a la servidumbre en palabras de Víctor Hugo, los que nunca tendrían nada y que son flojos, pues la pobreza es una suerte de mala vibra y resentimiento, digna de gente fea. Un club del que nadie admite formar parte. ¡Qué pena me dan esos señores de la cuña!

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